El making of del making of

Shorn of their content, art, music, and literature degenerated by increasingly inconsequential stages from art about art, to jokes about art about art, and finally to jokes about jokes about art about art“.

Ian MacDonald

Uno mira un cuadro de Pollock colgado en un museo y lo que en realidad ve es a un señor calvo caminando sobre el lienzo, agachándose a salpicarlo desde cierta altura. El objeto mismo no importa tanto.

Al ser preguntado al respecto, Pollock decía que su intención era la de estar más cerca de su obra, incluso dentro de ella (Velázquez también está dentro de Las meninas, y tan cerca que hasta apoya el pincel en la tela cuando pinta). Que el debate se iba a centrar en la técnica más que en el resultado final de sus trabajos era previsible, más aún después de la famosa sesión de Hans Namuth.

Gracias a Pollock, como catalizador o como inspirador, el foco en las artes plásticas sufrió un segundo desplazamiento —el primero hizo que el contenido perdiera relevancia frente a la forma— que lo llevó desde el autor al proceso de creación. Hoy es frecuente encontrar piezas que vienen acompañadas de un muy necesario texto explicativo del artista, como se pudo comprobar en Arco el pasado año. Todo esto estaba muy bien al principio, cuando era minoritario y todavía el brillo de lo nuevo cegaba al público y a los expertos, apabullados todos por conceptos como “action painting” o “abstracto-gestual”. Pero como suele suceder en el arte, la tendencia se nos fue de las manos. Olvidamos que hay procesos que, por estupendos que sean, dan como resultado algo que no merece ser ni preservado ni mucho menos expuesto (véanse: los procesos “digestivos”).

En literatura, el registro de la acción de narrar nunca le ha interesado a nadie. Metaliteratura ha habido siempre, aunque —como en Las meninas— solía limitarse a ese juego autodiegético en el que el autor hace de sí mismo un personaje. Nadie se había atrevido con el “action writing”, con la descripción del hecho de estar sentado escribiendo. Hasta que llegó Mario.

Mario Levrero, uruguayo, prosista, escribió un trozo de un libro en 1984 que quiso llamar La novela luminosa. Mario, uruguayo, pesimista, pretendió con este trabajo producir una pieza literaria que destilara, del amontonamiento de acontecimientos cotidianos, sólo aquello tocado por la gracia. Una estrategia parecida a la de los pescadores de perlas que bucean a pulmón, con los oídos a punto de reventar, para recuperar cartuchos de ostra, y soñar mientras regresan a la superficie con que alguna de sus capturas contenga un tesoro. Todo lo demás, las dudas, las facturas, los encuentros engorrosos, el día a día aplastante, era para él la novela oscura.

En realidad escribió muy pocas páginas de su novela. Y a ellas todavía hay que aplicarles un filtrado para encontrar esa promesa de luz. Mario se abre paso como puede para poder llegar al núcleo de cada epifanía. A veces hasta tiene que justificarse. Por el camino deja unos cuantos párrafos de making of, unas cascaritas: entre un hito luminoso y otro, un rastro de palabras huecas producto de su pelea con el lenguaje para expresar lo inexpresable. Es un esfuerzo encomiable. Y desde luego conmovedor. Lo que de aquello quedó, inacabado, en un cajón en 1984, es una gema casi sin arrancar de la pared, con unas pocas caras pulidas toscamente, el testimonio de la más inapelable voluntad literaria. Mario, uruguayo, cualquier cosa menos bromear sobre el arte, por cierto, Ian McDonald.

Llega el cambio de milenio y con él un indicio, una idea, tan inopinada como magnética: ¿sería posible retomar La novela luminosa dieciséis años después? Parece un disparate. ¿Alguien se lo sugiere? ¿Es por necesidad, por nostalgia? Mario, supongamos, piensa de manera objetiva: si un tercero apoya la iniciativa, tendría sentido recuperar el proyecto. La objetividad es la subjetividad de los otros. Y este libro es más que un libro, como lo es la guía telefónica, el catálogo de Ikea o la sagrada Biblia. Es un fin en sí mismo, un artefacto con valor intrínseco. Así es como le es concedida en el año 2000 una beca Guggenheim.

Sin embargo, Mario, librero, onirista, no busca la trascendencia. Quizá haya utilizado los argumentos anteriores para “vender” la novela en el formulario de solicitud de la beca. Pero no es tan inocente como para creer que la iluminación es un proceso que deja traza alguna. La intuición de la existencia de una puerta a la cara oculta de la conciencia, referida en el libro como un chute activado por la imagen de un perro que anticipa con el olfato la presencia de una perra, es sólo un espejo más atravesado en la mente. Mario sabe que “el Tao que puede ser contado no es el Tao eterno”, que “el nombre que puede ser nombrado no es el Nombre eterno”.

¿Qué pasa entonces? ¿Qué hace Mario entre agosto del 2000 y agosto del 2001? “Action writing”. O usando términos de Genette: el relato de la historia de una narración (fallida). Se sienta frente al ordenador y escribe sobre lo mucho que le cuesta retomar La novela luminosa; sobre lo difícil que es reconocerse en su yo de 1984; sobre cómo la identidad es un viaje con múltiples trayectorias, algunas de las cuales se pierden en el espacio, otras adoptan la forma de una curva caprichosa y otras, sencillamente, dan la vuelta y se estrellan contra uno mismo. Regresa a Ítaca y descubre que donde había una sucursal del Hispanoamericano ahora hay un Starbucks. Le va saliendo un diario. En él refiere sus cuitas y sus pequeñas satisfacciones, describe sus sueños tal y como los recuerda al levantarse, nos habla de sus amores, de su Montevideo en trance de desaparición, de sus amigos. En el anverso de estas iluminaciones minúsculas aparece el relato de su lucha por llevar un horario normal, su esfuerzo para sacar adelante trabajos que complementan el sustento de la beca —los talleres de literatura—, su cuenta corriente menguante, la distracción continua a la que le somete su ordenador, con sus virus, sus programitas, sus juegos y su porno a tiro de módem (los tiempos pre-ADSL), sus achaques, el contenido de su frigorífico o la vista desde su ventana: el teatro semanal de un grupo de palomas en torno al cuerpo sin vida de una de ellas. El diario va devorando los días de Mario, y a los tres o cuatro meses ya corre como un río a pocos kilómetros de abrirse al mar, arrancando las raíces y arrastrando viejos sedimentos. De La novela luminosa no hay pistas. Pasa el tiempo, siguen sumándose las páginas, cada vez hay más “proceso” y menos “fin en sí mismo”. El cuerpo de la paloma se va descomponiendo. El final no llega. O había llegado hace tiempo.

PD: hay una cita muy famosa cuya autoría se atribuye generalmente a John Lennon, pero que en realidad corresponde a un dibujante de historietas: “la vida es eso que te pasa mientras estás haciendo otros planes”. En el original en inglés el segundo verbo es “happens”, que bien podría traducirse por “ocurre”. Pero es que en castellano ese “pasa” es tan perfecto… tan hinchado de connotaciones. Porque la vida te pasa. Te pasa por la derecha, por la izquierda, por arriba, se te escurre, pasa de ti. Y pasa a través de ti, como los rayos X, dejándote unos restitos radioactivos y una foto oscura.

Imagen: Mario Levrero por Eduardo Abel Giménez