La guerra ha comenzado

Jean-Marie Gustave Le Clézio
La Guerre. (Trad. La guerra, Barcelona, Barral, 1972.)
1970

La guerra no es una circunstancia. No es un estallido de violencia o de odio, sino la organización de la agresión bajo un contrato con cláusulas específicas: sociales, económicas y culturales. No es un brote destructivo que surge del corazón de los hombres, es un asunto muy formal que comienza con una declaración. Luego nunca concluye del todo. La declaración es una primera grieta que se abre en un dique. Luego a esta le sigue otra, por contagio, a cierta distancia. Al final el dique entero se viene abajo, el agua se desborda y los chorritos de conflictos se funden en uno grande e imparable. Todas esas corrientes desembocan en un magma que lo empapa todo.

Es 1970. Es una ciudad francesa, puede que París. En París, Bea B. se despierta del sueño sesentayochista, de la maldita primavera, y no recuerda nada. Por la mañana sólo quedan legañas, manchas de carmín en la almohada y la garganta áspera con regusto a tabaco negro. Pero nada que una buena ducha y un café cargado no puedan arreglar. Después, fresca y con ese punto de resaca que a veces hasta le hace sentir bien a una, sale con su libreta a pasear por las calles. Pizpireta y joven, su mirada se posa como una mosca en todo lo que va encontrando a su paso. Y son muchas las cosas que le salen al paso. Bea B. tiene esa cualidad de los buenos artistas, la extrañeza, que permite absorber cuanto se percibe sin análisis ni juicio, en toda su magnífica presencia, como le ocurre a un consumidor de alucinógenos. El asfalto infinito de la pista de un aeropuerto puede ser un mar de belleza aplastada; las ventanas de un edificio, perfectas bocas cuadradas; y una lata de sardinas, con su colorida etiqueta, un objeto tan singular que es casi obsceno que se pueda producir en masa y amontonar en las estanterías de un supermercado. El universo se despliega ante ella, y Bea B. no lo metaboliza tal cual le llega, lo mastica bien, desmenuza cada dimensión de la realidad aparente y revela el mecanismo intrínseco de cualquier objeto: un jukebox, un coche, una bombilla (un proceso muy ajeno a la mentalidad de hoy, tan superficial como el universo de pantallas de las que nos rodeamos, en las que el pensamiento resbala y no consigue dejar más huella que un pegote informe). Una descripción de una bombilla le da a J.M.G. LC. para varias páginas. Hay tanta complejidad en una bombilla. Desenroscad una y miradla bien. Una de las de siempre, claro. Fijaos, por encima del casquillo hay una especie de trono cilíndrico transparente; de él sale una horquilla que sujeta un filamento, que a veces se apoya en un par de alambres que se alzan desde una columnita de vidrio macizo; el filamento arde como una tea pero con un brillo tan intenso que es capaz de iluminar una habitación entera. Así todo. No puede dar un paso sin caer en una fascinación paralizante. Quien fuera capaz de despojarse de todas las capas de conocimiento racional adquirido también sufriría ese síndrome de Stendhal incesante. Como un bebé cuando sale a la calle. Es abrumador.

Bea B., sin embargo, no goza de su condición. Ese superpoder no es un cable directo con la divinidad, es precisamente lo contrario, una invocación desde su reverso. Porque J.M.G. LC. coloca a Bea B. en un pathos muy singular en el que la realidad, por exceso, se distorsiona hasta curvarse en los bordes y materializarse en un círculo donde cada cosa y su contraria coexisten cara a cara. Bea B. mira al cielo, caen unas gotas de lluvia, y es el mismo cielo y son las mismas gotas de napalm que están cayendo de un B-52 en Camboya. Las carreteras de circunvalación de la ciudad son la selva; los Peugeot 504, tanques Patton avanzando. El centro comercial es la zona cero. Allí se prueba un jersey que será el mismo que encontrarán derretido sobre el cuerpo calcinado de una campesina norvietnamita. El sistema es único y cerrado, el flujo de energía de París es el mismo combustible que arde en el sudeste asiático. La guerra ha comenzado. Nadie sabe dónde ni cómo, pero es así.

Por el camino, el lector asiste indiferente al desfile de novedades y materiales tecnológicos que nos fascinaban en la segunda mitad del siglo pasado: el plexiglás, el transistor, el neón, símbolos ya de un presente superado que nos llega como una fotografía quemada. Esa sociedad hipertecnológica para la época es tan risible hoy como los desvaríos de Marinetti. El paso del tiempo –y en fragmentos cada vez más cortos– convierte cualquier objeto en una máquina inútil de Picabia. Ahora, si bien esos toques vintage pueden parecer un aspecto fallido del libro, tras esa primera cortina se puede percibir un cierto espíritu, un olor, muy familiar y universal. Se trata de la delicada fragancia que recorre los versos de los poetas desde el principio de los tiempos, acompañada del hedor de la muerte y la putrefacción de los cuerpos aniquilados.

Es 2014. Es una ciudad Siria, puede que Alepo. En Alepo, Bea B. ha despertado de la versión local de la primavera árabe. La guerra y la vida de Bea B. se han aproximado tanto que concurren ya en el mismo lugar. Su familia ha muerto en los bombardeos de las fuerzas aéreas de su propio país. El Señor X ha sido forzado a unirse a las milicias del Frente Al-Nusra. El Estado Islámico se fortalece en las afueras. Bea B. es la humanidad entera, la conciencia que observa desde lo alto, desde donde los hombres parecen hordas y se ve en perspectiva la lucha del cuerpo contra sí mismo, el avance implacable de la enfermedad autoinmune.


Interview à Nice de Jean-Marie Gustave Le CLEZIO à propos de son dernier livre “La Guerre”.
“Le Fond et la forme”
Office national de radiodiffusion télévision française.