Impresiones de Arco

Es fácil olvidarse de que Arco no es un museo, sobre todo antes de llegar. Luego, por allí, paseando por esa colmena de panales blancos, todos muy parecidos, donde cuelgan cuadros como ropa tendida, uno se da cuenta de que está en un mercado. Ni más ni menos. Los inmensos pabellones 7 y 9 son un zoco que acoge las obras de cientos de galerías, como hace una década acogieron los restos de cientos de madrileños y el dolor de miles de ellos (en esta ciudad somos muy dados a encalar la historia con capas de pintura superpuestas; algún día los muros nos van a comer).

Volviendo a la superficie, la edición de 2014 de Arco ha sido calificada como un modesto éxito. Como casi todos nuestros éxitos. Sin saber lo más mínimo de arte contemporáneo, todo lo que se puede recoger de la experiencia de visitar estos hangares es más bien costumbrista y alucinado. No sé que opinará Gombrich, pero a mí me parece que todo esto es un juego, un juego de tropos, por hacer un chiste. Juegan los artistas con la interpretación, interrumpen el proceso de asimilación de la realidad y te dejan rascándote la cabeza como un mono. Juegan los marchantes, cuyas conversaciones son tan irreales como el color de sus americanas (pregunta: ¿dónde vas después? respuesta: São Paulo, Hong Kong y Basel. respuesta del primero: si tienes, llévate Mirós a São Paulo, te los quitan de las manos, te puedes forrar (sic, sick)). Juega la propia organización, con ese carrito de champán como si fuera un puesto de perritos, vendiendo Veuve Clicquot a 15€ la copa de plástico. Y juega el público, que trata de afinar su intuición absorbiendo este continuo de bloques blancos: una foto de Mapplethrope por aquí, qué bonita, ¡anda, un Picasso!, un mueble un poco raro, eso parece de Chillida (un aguafuerte), una tela negra, ¿es Rothko? (es Richard Serra). Sobreviven a este popurrí las obras más experienciales, aquellas que requieren del observador un ejercicio, como el de meterse en una cabina, o rodear una instalación, o leer el proceso de construcción de la pieza (Fulanita se compró un ramo de flores, lo deshojó entero, pintó cada pétalo y estos papelitos son el catálogo de todo ello; Menganito encendió 200 cerillas y luego hizo una acuarela de cada uno de los fósforos apagados y renegridos).

Hay este año menos intención de epatar, eso sí. Y menos polémicas. En fin, menos neones, menos francos en urnas y demás. Y eso que los galeristas se esfuerzan por conseguir precisamente aquello, atraer la mirada, el marketing de la atención se llama –en un segundo deben conseguir que ese coleccionista se pare, se gire hacia su galería y decida ver más de cerca ese cuadro tan llamativo, tan misteriosamente obsceno–. Se constata que la fotografía es el medio con más poder del momento; entre tanto, la pintura se pelea consigo misma. En fotografía, decimos, hay verdaderas maravillas, como las imágenes de Tokio de Daido Moriyama (imagen de portada). Se agradece también la coherencia de las galerías finlandesas, país invitado este año (aunque a alguna experta le haya resultado decepcionante). Las obras que ha traído el país escandinavo han sido comisariadas por una sola persona, y se nota. No es que haya una temática compartida, por supuesto que no, pero al menos todas tienen en común un lenguaje inteligente, ocupan un espacio desde donde asomarse a profundidades expresivas, y tienen más carga de significación que mucho de lo que pende en los cubículos vecinos. Los artistas españoles parecen replicar a su sociedad: no consiguen canalizar el discurso. Hay rabia, ironía, cinismo, lucidez a veces, diversión, entusiasmo, pero nada que aglutine esa vehemencia en algo que pueda atravesar la superficie. Hay mucha elocuencia y poca profundidad de campo. El puro retrato de lo que somos.