La frecuencia clandestina

Fargo no se sabe muy bien qué es. Pero es lo de menos en este relato visual que gravita en torno al vacío emocional, al frío y al blanco helado que escenifica la acción y que contrasta maravillosamente con el naranja del abrigo del prota. (A diferencia de lo que parece a primera vista, la violencia no es el elemento central de la serie, aunque, paradójica e inevitablemente, haya mucha).

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En cierta manera, el formato audiovisual se asemeja a una película extralarga porque la persecución policial, la lucha autodestructiva de ambos personajes y la subtrama sentimental se entrelazan de forma armónica y fluida. Cuesta aceptar que esta serie televisiva, heredera de la película Fargo (1996, Hermanos Coen), se trate de una historia real, como afirman los rótulos del principio de cada uno de los 10 episodios. En realidad no es así, y se trata de otra picaresca más del juego de falsas apariencias.

Fargo es una organización mafiosa, como tantas, o como ninguna. Pero eso no nos importa. Nos importa lo que suena por dentro de la cabeza de un ser estremecedor por su indiferente frialdad, cuya vida se transforma desde el fracaso social hasta el éxito en cuanto decide romper las reglas de la ética, del civismo y de la razón. Lester, un anodino y pusilánime vendedor de seguros, una de estas personas cortadas en serie como si una tirada de transistores chinos se tratara, decide dejar de emitir lo que debe y se deja influenciar por una frecuencia clandestina. Y también nos importa lo que no suena dentro de la cabeza de esa frecuencia clandestina, Lorne Malvo, un delincuente en permanente fuga, un ser desalmado que vive de matar, un lobo salvaje.

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En este momento se produce una reacción química, esa levedad que todo desequilibra de forma irreversible. Todo estalla en la historia y se desencadena una coda final muy prematura que dura hasta el final. Una proeza narrativa que consigue mantener en vilo a un espectador esperanzado por comprender las razones internas de las cosas, y que no recibe sino respuestas en forma de violencia consumada y muda. No, la cabeza de Lester no suena, sólo huye, junto a la de Malvo.

La atmósfera sórdida e inquietante se hace muy vívida conforme avanza la trama, y adquiere un sabor adictivo. La cámara nos adentra, desde el inicio, en una historia humana, cercana. Un hombre solitario, un invisible marginal —aunque viva en un aparente estado de bienestar y en una clase social afín—, humillado por su mujer, su familia y su entorno laboral, hundido por su propia incapacidad de valorarse y por su afán de ser quien no es, manteniendo esa quimera dañina más tiempo de lo recomendable sin buscar aires renovados y aceptando un sino fatal. Y el espectador compadece semejante destino.

Y ese artificio humano, favorecido por el aislamiento que se da en determinados estratos sociales de urbes extraordinariamente individualizadas como las de Minnesota —en las que la contención y la aceptación de lo correcto impide la reflexión libre y la oxigenación de las emociones—, lleva a la conversión del humano en un animal salvaje, en un depredador indómito guiado por su instinto ancestral, avivado por la vileza de quien no busca sólo comer para sobrevivir sino arrasar para triunfar. Y el espectador tiene difícil juicio. ¿Cómo se juzga una reacción química? Pasa porque pasa.

No hay vuelta atrás para Lester cuando se ha extraviado voluntariamente en la jungla feroz, que se describe con momentos surrealistas, incluso irónicos, que metaforizan la incontinencia de los personajes sobre su propia avaricia desquiciada. Momentos de gran belleza plástica y que aportan una extraordinaria fuerza visual a la historia. Y todo ello propulsado irremisiblemente por esa frecuencia clandestina, Lorne Malvo, que enseñó a Lester la forma de conseguir un futuro perfecto sin aceptar la suerte trabajada, sino adaptándolo a las necesidades particulares mediante el uso de macabras estrategias del mal. Hay muchas formas de hacerlo. En este caso, con un simple martillo basta.

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Y es que, en realidad, todo es selva y los humanos somos animales. La urdimbre emocional y la sabiduría para administrar los deseos condicionan el resto. Pero, como en la música y en la vida, en Fargo hay un contrapunto a la maldad que puede equilibrar las fuerzas. Hasta que una nueva frecuencia clandestina hace explotar nuevamente la química contenida. Como un rayo en una nube que, luego, devuelve el agua que tomó del mar.