Le Corbusier. Los sueños de la razón

Sería injusto culpar a Einstein de la invención de la bomba atómica: sus descubrimientos científicos aspiraban a mejorar el mundo, pero propiciaron una aberración bélica cuando cayeron en manos de los Señores de la guerra. Tampoco Marx intuyó que sus ideas derivarían en el Gulag, y Nietzsche nunca hubiese predicho su ignominiosa influencia en el Holocausto: la historia está plagada de ejemplos que demuestran que los más luminosos sueños de la razón desfilan en el escueto filo que separa utopía y desastre, sobre un abismo en el que las mejores intenciones pueden dar lugar a resultados funestos, antitéticos a los objetivos de partida. Por ello quizás no sea justo impugnar la herencia de Le Corbusier (objeto de una retrospectiva en Caixa Forum Madrid hasta el 12 de Octubre), el más influyente arquitecto y urbanista del siglo XX, y de cuyas audaces ideas se derivan muchas de las luces y sombras de la ciudad contemporánea. El debate en torno a su legado es ahora más pertinente que nunca, visto que sus planteamientos han propiciado indirectamente muchos de los males característicos de nuestro espacio urbano: colapso ambiental, alienación, decadencia de la vecindad de barrio, zonificación jerárquica, pobreza estética… Procesos contra los que él mismo luchaba, pero cuya aparición no pudo vaticinar pues actuaba con la convicción de quien dispone de la más infalible de las herramientas: la Razón.

Lo cierto es que el desafío con el que tuvieron que lidiar los urbanistas de su generación era extremadamente dificultoso: diseñar una ciudad óptima para la forma de vida resultante de la revolución industrial. Nuevas tecnologías como el acero, el hormigón o el vidrio, explosión demográfica aparejada a la urbanización del mundo y el ocaso de las sociedades rurales, proliferación exponencial de medios de transporte, la mundialización del conocimiento, y el presupuesto hegeliano de un “fin de la historia” tras el cual las particularidades de lo local dejarían de tener sentido. Se imponía por tanto la búsqueda de un “Estilo Internacional” que superase las diferencias ideológicas entre los distintos pueblos y los hermanase a todos bajo la bandera virtuosa de la Razón. Conforme a esta lógica positivista, Le Corbusier y sus compañeros de generación proponían la ruptura con los lenguajes vernáculos, la sistematización maquínica de las actividades humanas y la segregación estanca de los espacios urbanos dedicados respectivamente al ocio, la residencia y el trabajo.  Para bien o para mal, el tiempo ha demostrado que el racionalismo europeo fracasó como modelo utópico de urbanidad, pues el ser humano es un animal de hábitos paradójicos y ambiguos, que se resiste a ser enjaulado mansamente en la utópica “Ciudad-máquina” lecorbusiana. El fracaso de aquel modelo urbanístico obligó a una revisión intelectual de los fundamentos del diseño urbano que, desde los años 60 hasta la actualidad, sigue requiriendo el debate abierto.

Pese a todo, es más que recomendable acercarse a conocer la obra de un auténtico titán del humanismo del siglo XX. Un creador excepcional cuyas ideas sobreviven de mil maneras en nuestra vida cotidiana: lo interesante es comprender que las ciudades que habitamos serían completamente diferentes de no haber existido un personaje revolucionario como Le Corbusier y la generación de diseñadores, arquitectos y urbanistas de la que es estandarte. Más allá de la elegancia exquisita de sus diseños, de la sobrecogedora calidad plástica de sus dibujos y esculturas, del ingenio de sus edificios, de la épica de sus manifiestos, su herencia puede ser rastreada (para lo bueno y para lo malo) en infinidad de detalles de nuestra vida doméstica, tan omnipresentes que pareciese que el mundo ha sido siempre así.