El comentarista de Operación Dulce
Ian McEwan
Me llamo Juan Manuel Ortiz y escribo de vez en cuando reseñas sobre asuntos diversos para El Blíster. Ya lo sabéis. Esta vez he decidido comentar la última novela de Ian McEwan, Operación Dulce, y, aunque de eso hace ya tiempo, las inciertas vueltas que le di al texto y las ciertas circunstancias personales que me han atosigado últimamente, las cuales no vienen al caso, me han venido retrasando imperdonablemente.
Vaya por delante que se trata, ya lo habrá adivinado el lector, de uno de mis autores preferidos, pues considero cada una de sus obras una obra maestra del arte de la ficción. Al contrario de lo que sucede con la mayoría de los escritores actuales (demasiado dados a plantear tesis sospechosamente coincidentes con las de la mayoría de los ciudadanos ilustrados), su narrativa es un reñido combate con su realidad, la de nuestra aldea global, donde la ficción se alza en defensa de la verdad y lo real a favor del engaño. Para mí McEwan es uno de esos corajudos escritores de espíritu barroco que se enfrentan al mundo sin prejuicios ni dogmatismos. Un grande, vamos.
Así pues, una vez que el libro cayó en mis manos, decidí dedicarle toda una tarde otoñal al arranque de su lectura del mismo modo que, cada vez que mi madre avisa de que en la comida familiar del domingo habrá cocido, me la reservo para un buen siestón. Dicho y hecho, pues, tras la comida me repantingué en el sofá y… ¡a leer!
Me llamo Serena Frome (rima con plume) y hace casi cuarenta años me encomendaron una misión secreta del Servicio de Seguridad británico. No salí indemne. Me despidieron dieciocho meses después de mi ingreso, tras haberme deshonrado yo y haber arruinado a mi amante, aunque sin duda él colaboró en su perdición. Es decir que la cosa va de una espía novata, Serena Frome, que resulta ser una insaciable devoradora de novelas. Bien, bien. Se trata de la joven y bella hija del obispo anglicano de una diócesis del este de Inglaterra no muy lejana a Londres, cuya hermana Lucy es una porrera hipiosa. Ella, en cambio, se licencia por Cambridge en matemáticas, contrariando así su propia inclinación de estudiar literatura, en un infructuoso intento de evitar el anodino destino reservado a las mujeres en una sociedad donde estas apenas comienzan a despuntar. En el campus desarrolla una combativa conciencia política anticomunista (Fui también la primera persona en el mundo que entendió 1984 de Orwell) y, en su último año de carrera, conoce a Tony Canning, un viejo agente secreto, veterano de la guerra, luchador, inconformista y amante metódico, que la educa en la política internacional, el amor a la patria y, cómo no, en el amor tout court.
La trama avanzaba con ligereza, gracias en buena medida a la aparente sencillez de la prosa y a la aguda descripción de aquellos convulsos tiempos. Pero, a pesar de todo, la lectura no dejaba de causarme una leve sensación de irrealidad, de falsedad, lo cual, obviamente, comenzó a decepcionarme. No era capaz (¡ay, incrédulo!, ¡ay, ingenuo!) de meterme en la piel de Serena: sus cuitas me parecían un tanto impostadas (Me estaba volviendo como mi madre. Ella tenía al obispo, yo tenía al servicio), por lo que la narración me producía una indefinible impresión de artificialidad. En consecuencia, comencé a sentirme incómodo después de tanto tiempo ahí tirado y decidí aceptar la propuesta por whatsapp de una amiga para irnos de cañas por La Latina. ¡A ver qué se cocía por allí!
Por supuesto, nada de eso me impidió abandonar la lectura, claro, y, durante los días posteriores, recostado en las barras del metro, durante los ratos libres en el curro, por las noches al acostarme, fui siguiendo las peripecias de Serena por aquella Inglaterra mutante. Por recomendación de Canning es reclutada por el M15, el servicio secreto británico altamente burocratizado (sí, ya sé, detrás de 007 hay un gigantesco equipo de apoyo), y convertida en otro peón desdeñable (no olvidéis que es mujer y además está buenísima) en el descomunal combate emprendido por el capitalismo y el comunismo para dominar el planeta. Allí, mientras procesa la información proporcionada por dos confidentes infiltrados en el IRA, vive una corta experiencia amorosa con Max Greatorex, un ridículo funcionario de mentalidad conservadora, y entabla amistad con Shirley Shilling, una compañera alegre y descarada, quienes no hacen más que aumentar el aturdimiento afectivo de Serena.
Estamos en 1972 y, ya en una fase temprana de la lectura, empiezo a entender que, encarnado en este pedazo de bombón (¿eh, Ian, cabroncete?), el autor rememora su propia juventud acomodada y excitantemente pop en aquella Inglaterra de posguerra, desorientada y asustada por la crisis energética, las huelgas sindicales, los atentados del IRA, el avance del comunismo, la pérdida de las colonias y el desafío de un importante sector de la juventud a los estrictos valores tradicionales en plena resaca de los 60 (Al cabo de pocos meses yo estaba familiarizada con la ecología humana, las gradaciones de la decencia y la decadencia de los pubs que había alrededor de Camden, Kentish Town e Islington). Como es lógico, dicho conflicto anida, en primer lugar, en el corazón de Serena: Lucy me había dicho una vez que el pasado era una carga, que había llegado el momento de tirarlo todo abajo. Mucha gente pensaba de este modo. Una insurrección sórdida y despreocupada estaba en el aire. Pero gracias a Tony yo sabía ahora lo que había costado ensamblar la civilización occidental, por imperfecta que fuera. Sufríamos una gobernanza deficiente, nuestras libertades eran incompletas. Pero en esta parte del mundo nuestros dirigentes ya no poseían un poder absoluto, el salvajismo era sobre todo un asunto privado. Hubiera lo que hubiese debajo de mis pies en las calles del Soho, nos habíamos elevado por encima de la mugre. Las catedrales, los parlamentos, las pinturas, los juzgados, las bibliotecas y los laboratorios eran demasiado valiosos para derribarlos.
Tal dilema se veía reflejado en la prosa con la que la novela avanzaba despreocupadamente, plasmación de un realismo ingenuo (a primera vista sin trucos) según los deseos de Serena, un tipo de lectora un tanto simple, muy del gusto de Jane Austen, aunque por momentos brillante, quien lo único que hace cuando abre un libro es buscarse a sí misma: Prestaba una atención especial, estiraba mi cuello de lectora cada vez que se mencionaba una calle de Londres que yo conocía, o un tipo de vestido, una persona pública real, hasta un modelo de coche. Entonces, pensaba yo, tenía un patrón de medida, podía calibrar la calidad de la escritura por su exactitud, el grado en se ajustaba a mis propias impresiones o las mejoraba. Tuve la fortuna de que casi toda la literatura inglesa de la época revestía la forma de un documental social fácil de entender. No me impresionaban esos escritores (repartidos entre América del Sur y América del Norte) que se infiltraban en sus páginas como parte del elenco, optaban por recordar al pobre lector que todos los personajes y hasta ellos mismos eran pura invención.
Hasta que un buen día es llamada por sus superiores, verdadero epítome del machismo de entonces y de ahora, quienes, gracias a la enfermiza afición por la novela contemporánea de Serena, la reclutan para una misión denominada “Operación Dulce”, consistente en financiar la labor creativa de jóvenes y prometedores narradores con el fin de que contribuyan a promover los valores occidentales. Nada extraño, pensándolo bien, pues la Guerra Fría, hoy lo sabemos, no solo se disputó en las selvas de Vietnam o en las costas de Cuba, sino que también, y sobre todo, tuvo como escenario destacado la cultura, tanto la culta (ballets, orquestas, ajedrez) como la popular (pop-rock, deporte). Los servicios secretos, notablemente la CIA y las agencias de espionaje británicas, invertían ingentes cantidades de dinero en políticas culturales con el fin de fomentar una intelectualidad pro-occidental entre la juventud de sus propios países, demasiado proclive a dejarse seducir por el enemigo (Si la CIA se oponía al comunismo, tenía que haber algo bueno en él, reflexionan los estudiantes de Cambridge en la novela), así como de apoyar a artistas disidentes del otro lado del telón de acero. Y la señorita Frome, claro, es puntualmente informada sobre todo ello: En la reunión del otro día tuve la impresión de que no sabes mucho del IRD, el Departamento de investigación de la Información. Oficialmente no existe. Creado en el 48, forma parte del Ministerio de Asuntos Exteriores, tiene su sede en Carlton Terrace y su misión consiste en facilitar al público información sobre la Unión Soviética a través de periodistas amigos y agencias de prensa, publicar circulares de datos, emitir desmentidos, alentar determinadas publicaciones. Es decir, campos de trabajo, inexistencia de un Estado de derecho, niveles de vida míseros, represión de disidentes, lo de costumbre. Por lo general ayuda a la izquierda no comunista, y hace lo que sea para reventar en este país las fantasías sobre la vida en el Este.
Cerré el libro y, sentado en una terraza de Alonso Martínez para fumadores donde me había detenido a hacer tiempo, dejé vagar mi memoria a su antojo. Recordé las novelas de Le Carré, aquellos polémicos novelistas antiutópicos o directamente anticomunistas (por las páginas de Operación Dulce desfilan Orwell, Koestler o Solzhenitsin), los profesores de las prestigiosas universidades inglesas que actuaron como agentes dobles (el propio Tony Canning llega a pasar información al enemigo preocupado por mantener ese principio tan británico del balance of powers), el libro de Frances Stonor Saunders donde desvela las maniobras de la CIA para difundir el expresionismo abstracto como perfecta ejemplificación de la libertad con la que trabajaban los artistas occidentales… Cualquier cosa valía para convencer a la intelectualidad mundial con veleidades izquierdistas de que los Estados Unidos ejercían un irresistible atractivo cultural, desde luego mucho mayor que el de la Unión Soviética.
Y, como es evidente, no pude evitar recordar las contradicciones que dichas políticas causaron en mí mismo, un joven rebelde occidental hacia finales de la Guerra Fría seducido por el sandinismo, el rock contestatario y la literatura anticapitalista, pero al mismo tiempo ferviente defensor de la libertad individual, la música afronorteamericana y el pop art. Y vagando así por los caprichosos vericuetos de mi cerebro resucitó el inmenso placer que me había producido el fervoroso ambiente cultural de entonces, que, aunque sea bastante más joven que McEwan, también llegué a disfrutar en una España que trataba de recuperar el terreno perdido a la carrera y casi sin aliento. Sobre todo porque los hermosos ojos de Serena también nos muestran breves estampas de la escena rock londinense de los primeros setenta (¡pero si hasta asiste a bolos de Dr. Feelgood!) o el panorama de los jóvenes talentos literarios del momento (el propio McEwan, Martin Amis, Thomas Pynchon), a lo que inevitablemente yo añadía otros artistas y movimientos británicos de la época que también me habían marcado: la literatura poscolonial de Doris Lessing o Nadine Gordimer, John Fowles, Stanley Kubrick, Led Zeppelin, el Glam Rock y el primer Bowie. Ah, the good old times!
Al final de dicho viaje por el tiempo no pude sino recordar con un regusto agridulce cómo acabó todo aquello. Fue precisamente una mujer de una extracción muy similar a la de Serena, la hija de un tendero de Lincolnshire (hmm… ¿casualidad?), quien devolvería la confianza al Reino Unido y, a la postre, a todo Occidente. Aunque también ella se encontró con la virulenta respuesta de una juventud, la mía, adscrita al punk y a la Nueva Ola, que ansiaba superar el pasado y negaba el futuro que el capitalismo victorioso nos legaba. Y concluí, irónicamente y con cierto ánimo revanchista, que, en estos días, cuando se acaba de inaugurar una plaza en Madrid dedicada a Margaret Thatcher, cuando la decadencia del poderío británico vuelve a asomar su cavernoso rostro de islamista barbudo en el actual recodo de la Historia, y cuando se ha desvelado asimismo que el capitalismo popular de la Thatcher no era más que una gigantesca estafa inmobiliaria, el prestigio británico ante la juventud mundial se sostiene principalmente sobre los hombros de aquellos rockeros peludos de sobaco apestoso que tanto espantaban a las mentes bienpensantes… ¿Que no?
Esto… disculpad la digresión. Ya, ya vuelvo a nuestra entrañable heroína, quien, siguiendo las órdenes de sus superiores, trata de uncir el yugo del deber patriótico e ideológico al propio arte de narrar, representado por Tom Haley, un joven novelista crítico con la represión ejercida al otro lado del muro y preocupado por los límites entre la realidad y la ficción (como esos escritores repartidos entre América del Sur y América del Norte). Y, como no puede ser de otro modo, Serena, defraudada por sus esporádicos amantes y ansiosa de sentirse verdaderamente querida (¿os suena?), termina estableciendo una relación amorosa con Haley, con quien encuentra la verdadera felicidad. ¿Las mujeres son realmente incapaces de separar su vida profesional de la privada? […] En este trabajo, la línea entre lo que la gente se imagina y lo que es la realidad puede ser muy borrosa. De hecho, esa línea es un gran espacio gris, lo bastante grande para perderte dentro, le advierte un despechado Max. Y así sucede. Su inconmensurable dicha se ve empañada por el engaño y los consiguientes remordimientos que le produce, básicamente porque debe combinar el típico papel de incondicional apoyo femenino de su amado creador con el de espía. Tardé una hora y cuarto en terminar el relato. Dejé las páginas donde estaban, al lado de la máquina, y procuré dejarlas tan desordenadas como las había encontrado, retiré la cuerda y cerré la puerta. Me senté a la mesa de la cocina intentando pensar dentro de mi confusión. No me costaba nada imaginar las objeciones de Peter Nutting y sus colegas. Aquí estaba la distopía condenada que no deseábamos, el apocalipsis que estaba de moda y que censuraba y rechazaba todo lo que habíamos ideado o construido o amado en la vida, que se regodeaba de que todo el proyecto se viniera abajo. Aquí estaban el lujo y los privilegios de los hombres bien alimentados que se mofaban de todas las esperanzas de progreso ajenas. T.H. Haley no debía nada a un mundo que le nutría bondadosamente, que le había educado con generosidad, que no le había enviado a ninguna guerra, le había conducido hasta la edad adulta sin rituales de terror ni hambre ni miedo a los dioses vengativos, que le había dotado de una bonita pensión a los veinte años y no ponía límites a su libertad de expresión. Aquello era un nihilismo fácil que nunca dudaba de que todo lo que habíamos hecho era una porquería, nunca pensaba en proponer alternativas, nunca extraía esperanza de la amistad, el amor, los libres mercados, la industria, la tecnología, el comercio y todas las artes y ciencias.
Y entonces comienza lo bueno. Por supuesto, no os voy a privar del placer de descubrir por vosotros mismos el final, pero permitidme, abusando de vuestra paciencia, un par de consideraciones finales. En realidad, a mi modo de ver, toda esta historia esconde una especie de alegoría: Serena aparece como un trasunto del pueblo inglés, a quien se la disputan el poder machista y conformista del M15 y de Max Greatorex, por un lado, y la rebeldía liberadora de Haley y de la contracultura, por otro. Pues, frente a las maniobras de las agencias de espionaje y las mentiras de la vida de Serena, la ficción (esto es, Haley) contraataca sacando la engañosa realidad a colación para atraparla en la propia ficción y dejar a Serena en una complicada tesitura: ¿con quién alinearse, con la tiranía o con el arte? ¿Se convertirá nuestro adorable piboncito en Margaret Thatcher o en Iris Murdoch? El final de la novela no existe, más bien sigue abierto: el lacayo de los poderosos deberá decidir si la narrativa como tal (esto es, la vida, el amor, la libertad) sigue existiendo y, de ese modo, se deja devorar por ella. Depende de ti, queridísima Serena. Queda así la puerta entreabierta a una sana esperanza, evitando, como es habitual en McEwan, el pesimismo de salón. Serena conserva intacta, a pesar de todo, la posibilidad de redimirse (un asunto predilecto del autor) adoptando una actitud leal que hasta ahora no ha mostrado.
En definitiva, Operación Dulce resulta un refinado juego de espejos, un verdadero desafío al lector avezado, en el que este se ve felizmente atrapado sin darse cuenta. Se nos anuncia una de espías y nos encontramos con una novela política con fondo de melodrama clásico en la más pura tradición inglesa de la novela romántica, lo cual humaniza el texto. Sin embargo, lo cierto es que se trata una metanovela, es decir, una novela sobre la lectura, donde McEwan ejerce de crítico, exhibiendo un deslumbrante virtuosismo narrativo al escribir durante algunas páginas dos relatos a un tiempo, a la vez que desvela el andamiaje de su arte para, a continuación, frustrar una vez más las expectativas suscitadas por la lectura. Una lectura de las que este texto no es más que una burda imitación.
Firma invitada: Ian McEwan
Ian es un novelista inglés