John Stezaker. El rostro impenetrable
La vieja técnica del collage atraviesa una nueva edad dorada: tanto en su vertiente analógica (a base de tijeras y pegamento), como en formato digital (mediante software de manipulación de imágenes), este género permite que artistas carentes de técnica pictórica pero desbordantes en ingenio compositivo produzcan piezas de primerísimo nivel, sin necesidad de más infraestructura que el propio talento. Paisajes inventados, abstracción geométrica, denuncia política o bodegones imposibles son algunos de los temas habituales de una práctica cuyas obras maestras contemporáneas buscan reformular el retrato humano. O más bien su enrarecimiento, su desarticulación, su deconstrucción.
En una época como la nuestra, en la que la identidad digital nos exige presentarnos en sociedad tras la máscara de un avatar, urge repensar la figuración del rostro como correlato de una “personalidad” implícita que lo dote de contenido. Pero el sujeto contemporáneo, caracterizado por su complejidad e incongruencia, desborda el corsé formal de ese aggiornamento del “retrato halagador” que todos utilizamos en nuestros avatares digitales: el alma que se oculta tras el rostro es un paisaje ahora multidimensional e indescifrable que no puede ya aspirar a la virtud apolínea de la retratística clásica. El concepto de “rostridad” que formulaban Deleuze y Guattari invocaba la urgencia de repensar nuestra relación con el rostro, una geografía del Yo contagiado de la crisis de identidad inherente al ciudadano occidental. De ahí que los mejores practicantes del collage trabajen con insistencia en la corriente del “defacement” (literalmente, desfiguración) como estrategia estética para ilustrar las grietas que amenazan la integridad íntima del hombre contemporáneo: antiguos cuadros o fotografías son violentados con todo tipo de intervenciones disfémicas, aberrantes, que desactivan el equilibrio y belleza del retrato original hasta que emerge lo de contradictorio, indescifrable e informe que subyace al espíritu de todo retratado. Dorian Gray reloaded.
De todos los desfiguradores actuales, el más exquisito es probablemente el británico John Stezaker. Mientras muchos de sus compañeros optan por estéticas radicalmente feístas e incómodas, Stezaker construye estampas extrañamente hermosas y evocadoras, partiendo generalmente de añejos retratos de estrellas cinematográficas que, mediante desfiguraciones mínimas, se transforman en herméticos umbrales de paisajes presididos por el enigma: metáfora perfecta de la sociedad occidental y su culto a la belleza facial como simulacro de virtudes más hondas. El recurso a la amable iconografía cinematográfica del glamour y las estrellas pop lo emparentan con la corriente estética del “hauntology” o espectrología, que ahonda en la cualidad fantasmática de los mitos de la sociedad de consumo a través de atmósferas que oscilan entre lo camp, lo gótico y lo surrealista. Trenzando a Magritte con Warhol, el espectral universo de Stezaker (que se considera a sí mismo, ante todo, un artista conceptual) ensucia los retratos hasta convertirlos en presencias incómodas y opacas, pero a su manera bellas.
Sin duda, lo más logrado de su trayectoria es la serie Masks, en la que enmascara a sus habituales estrellas hollywoodienses mediante la superposición de fragmentos de paisajes, una estrategia que invoca de nuevo la propuesta deleuziana del rostro como geografía. En una de sus piezas más memorables, el hiato entre dos amantes que acercan sus bocas se convierte en un barranco, un abismo, un desfiladero insalvable como la distancia existencial que en realidad media entre ellos. Espeleólogo de los mitos y metáforas de nuestro inconsciente colectivo, Stezaker descuartiza la superficie dúctil y sedosa del retrato halagador, como en un gesto iluminador que aspirase a exteriorizar su insondabilidad. Sin más argumento que tijeras y pegamento consigue devolver a las representaciones personalistas su esencia última: el rostro sigue siendo bello, pero ahora es de nuevo impermeable, impenetrable.