Terry Richardson. Un chico malo en palacio
Las vidas mundanas, sus vanidades y lujos y lujurias, han estimulado desde siempre la creatividad de los artistas: desde las ociosas diosas y hieráticos héroes griegos esculpidos en mármol (antepasados de nuestras actuales it-girls y estrellas del deporte, hoy representadas en papel couché) hasta los retratos cortesanos del barroco o burgueses del diecinueve. El glamour frívolo de los placeres dionisíacos ha propiciado obras maestras de moral quizás dudosa, pero estéticamente majestuosas. Y hoy en día, la fotografía de moda ha recogido el testigo de embelesar al espectador mediante la representación idealizada de “lo Chic”: Nick Knight, Wolfgang Tillmans o David Lachapelle exhiben en prestigiosas galerías de arte fotografías originalmente publicadas en Vogue o GQ, haciendo de la iconografía fashion un campo tan respetable como cualquier otro registro expresivo.
Curiosamente, desde los años 90 la industria de la moda ha entronizado a fotógrafos que, como antítesis del glamour apolillado e inocuo de la vieja alta costura, apostaban por estéticas duras, sórdidas e incluso feístas, representando a las modelos en instantáneas más parecidas a polaroids amateurs que a las pomposas figuraciones tradicionales del lujo. El gran pionero en esta tendencia fue el legendario Juergen Teller, pero probablemente el representante más conocido sea Terry Richardson, incontestable rey de la iconografía trendy durante más de una década.
Rallando siempre el mal gusto, las imágenes de Richardson acentúan la libidinosa obscenidad del mundo de la moda, con retratos que no escatiman en desnudez explícita, fluidos corporales, posturas humillantes y la habitual presencia del autor en la imagen, en ocasiones exhibiendo su pene erecto, tan icónico como sus gafas de sol, su bigote o su desconcertante sonrisa. A muchos les resultaba encantador encontrarse a alguien tan decididamente feo en reportajes para marcas de hiperlujo. La contundencia de aquellas estampas le convirtieron en el niño mimado de los árbitros de tendencias hasta auparle al estrellato mediático, requerirle para las editoriales más exclusivas e invitarlo a todas las fiestas de relumbrón: así se consiguió que una estética, que tal vez buscaba mostrar el lado oscuro del glamour, terminase por instituirse en la hegemónica del teatrillo fashion. Enésima ironía posmoderna: el capitalismo vampirizando y resignificando aquellas prácticas culturales que se atrevan a cuestionarlo.
Lo que ya no resulta nada irónico es el reciente escándalo mediático desatado cuando varias modelos han aireado que el Richardson vicioso y grotesco que vemos en las imágenes no es, como habríamos previsto, un personaje ficticio, sino reflejo literal de su personalidad real: sometía a las modelos a humillaciones, exigiéndoles practicar sexo con él, o tratándolas con ofensivos insultos completamente opuestos a lo que uno asocia al exquisito mundo del lujo. Si en un principio su obra sedujo a las élites por el modo en que figuraba un realismo sucio extrañamente sofisticado, ahora el fotógrafo ha caído en desgracia una vez sabemos que bajo su estudiada máscara de bufón, se ocultaba de hecho un depravado.
¿Cómo evolucionará su carrera? Tal vez siga la misma estrategia que Kate Moss cuando se aireó su consumo de cocaína: una súplica de perdón público, el consabido (y falaz) “no volveré a hacerlo”… y una carrera que renace con fortalecidos bríos, pues todo mercader sabe que nada resulta tan glamouroso como un escarceo “real” con el lado salvaje. A sabiendas o no, el mérito de este fotógrafo ha sido el de sacar a la luz la hipócrita doble moral no sólo del mundo de los costureros sino también de los críticos de arte, que necesitan imperiosamente este tipo de tropiezos biográficos como materia prima con la que construir sus leyendas de cartón piedra.