Rothko en la torre

My father says that almost the whole world is asleep. Everybody you know. Everybody you see. Everybody you talk to. He says that only a few people are awake and they live in a state of constant total amazement.

Joe Versus the Volcano

Durante casi todo 2010, se expusieron en la National Gallery of Art de Washington D.C. varios de los cuadros que Mark Rothko realizó en la misma época en que preparaba y ejecutaba los de la Rothko Chapel en Houston. Estas obras, pertenecientes al último periodo de su carrera y de su vida, eran lienzos teñidos de distintas capas y tonalidades de color negro. El abandono de la amplísima paleta de color que el pintor venía utilizando en los años anteriores, sumado a su ulterior suicidio, confirieron a estas pinturas una aureola fúnebre que es difícil de obviar antes siquiera de ponerse delante de ellas.

La exposición In the Tower: Mark Rothko fue un intento de teletransportar parte de la capilla tejana al museo más emblemático de la capital estadounidense. La pequeña iglesia, encargada a Rothko por magnates del petróleo, es un edificio de una sola altura, de planta octogonal, envuelto por catorce telas oscuras que reciben un residuo de luz que escapa por las comisuras de un plafón, negro también, que cubre casi todo el techo. Aunque a Washington, en cualquier caso, no viajaron ninguna de las piezas de Houston, la propuesta tenía como objetivo crear un entorno que provocara en el visitante emociones similares a las que produce la capilla.

La NGA se compone de dos edificios diferentes unidos por un pasaje subterráneo. El oeste es una muestra más de la arquitectura neoclásica en mármol blancuzco que abunda por todo el Mall. En él se intenta reproducir el boato de las grandes galerías europeas, con interiores cargados de dorados, maderas nobles y amplias rotondas, y es donde se muestran las joyas renacentistas, que incluyen a Da Vinci o Rafael, junto con otras obras canónicas como las de Rembrandt o las de los impresionistas. El edificio este, en cambio, es un bloque geométrico de líneas puras, una obra maestra de I. M. Pei, al que, como no podía ser de otra forma, le corresponde albergar el arte contemporáneo. Las visitas, normalmente, empiezan por el oeste y terminan en el este, tratando de seguir la línea cronológica. El último piso del último edificio es, precisamente, la torre.

El espacio interior de la torre es un cubo vacío de paredes blancas, iluminado por una gran claraboya –importante diferencia respecto a la capilla–, a la que se accede por una escalera de caracol y tras cruzar un estrecho pasillo. Para In the Tower: Mark Rothko, este pasillo fue cubierto por pinturas de transición, aún plagadas de color, inmediatamente anteriores a su etapa final. El planteamiento tiene algo de perverso: un corredor sombrío con telas policromadas que conduce a una estancia plena de claridad, salpicada de pinturas negras, con muros interminables que se proyectan hacia arriba. Desde el suelo uno se piensa en un sarcófago invertido, quiere golpear la tapa luminosa a ver si un ángel le abre la cubierta y le arrastra al cielo en una escalera mecánica.

Tras un minuto inicial de perplejidad, en los tres siguientes la situación se vuelve inmanejable. El primer instinto empuja a tirarse de cabeza por una ventana, pero las únicas que hay son esos borrones enmarcados que, más que para ser contemplados, parece que observan a los pobres ingenuos atrapados en la caja. Como después de un rato en realidad no ha pasado nada, uno se crece un poco y comienza a ensayar distintas estrategias. Primero, dar un par de vueltas en sentido horario. Luego, situarse en el epicentro de la sala buscando el punto en el que se unen todos los frentes de las ondas expansivas de los cuadros. Por último, tratar de encontrar una sola de entre las pinturas que destaque por alguna razón: “esta tiene un destello casi púrpura”; “aquella es un poco menos negra que las demás”. Pero no es así. Son todas distintas pero ninguna es especialmente nada. No hay favorita, no puede haberla. Aquí no cabe la euforia, tampoco el juicio.

Con humildad, sólo queda ponerse delante de los cuadros como se hace frente a un espejo. Asomarse a la fosa, saturarse de oscuridad y empezar a caminar a tientas en un territorio inabarcable en el que no hay referencias, ni tabiques que cieguen el paso ni obstáculos bajo los pies. Es el corazón de la nada. Es la medida de tiempo entre dos latidos que tiende al infinito. Es el espíritu huyendo del cuerpo y dejando la cáscara flotando boca arriba en medio de un lago en la última hora de la madrugada.

Si al otro lado del corredor por el que se entra hubiera una puerta de salida, todos evacuaríamos por ahí en un tiempo récord. Pero no la hay, lo que obliga a volver por donde se ha entrado. Y el orgullo, o el qué dirán, no nos deja largarnos de allí enseguida como desearíamos. Qué dirá nuestro yo mañana, qué dirán nuestros futuros nietos, qué dirán los huesos de Rothko. Así que nos quedamos pasmados y nos enfrentamos a la absoluta hermosura del vacío. Luego, pasado un rato, nos convencemos de que ya es suficiente y tiramos para afuera. Pero cuando no se está preparado, ni una visita de varias horas es suficiente. Prueba de ello son nuestros movimientos torpes, la bruma de confusión que nos aturde después de salir de la trampa. Los otros, los iniciados, entran en la torre y parecen desvanecerse sin dejar rastro.

Imagen: Spencer Alley