Jon Spencer, el sermón de la montaña

Es 1963. Jon Spencer aparece sobre el escenario, se ajusta la correa de la guitarra, mira al público con ciertas dudas y dice: “This song is an oldie… Well, it’s an oldie where I come from”. Y entonces se lanza a tocar una canción interminable, de una hora y media más o menos pero cortada en cachitos de dos minutos. ¿De dónde ha venido este? Puede que del futuro, dice alguien de entre el público sesentero.

2014, Madrid. Jon Spencer aparece sobre el escenario de la Joy, comprueba los potenciómetros de su guitarra y dice: “Ladies and gentlemen, this is Blues Explosion!”. Y empieza la misma canción de 1963. ¿Qué ha pasado en medio? Puede que el Delorean se haya quedado sin gasolina, sugiere un madrileño del siglo XXI. En realidad no, porque el Delorean no funciona con gasolina. Lo que ha ocurrido es que Jon ha estado habitando un universo paralelo desde que en uno de sus viajes al pasado destruyó sin querer la semilla que engendraría su destino. En ese universo, la música popular occidental ha tomado el camino eléctrico de Bo Diddley, la vehemencia espiritual y sexual de Ray Charles y el histrionismo del penúltimo Elvis (el del resurgir de 1968), aislándose de toda influencia decadente posterior, incluyendo la psicodelia, el revival folk, el proto-metal y, desde luego, las moderneces de los últimos treinta años.

Acompañado de sus leales Judah Bauer y Russell Simins, el concierto del viernes pasado fue un muestrario de todo lo que ese rock litúrgico y descalabrado es capaz de generar. Por encima de todo, riffs. De todos los colores, sabores y olores: contundentes, acelerados, melodiosos, chirriantes… Riffs que entraban en escena durante y unos segundos y se quebraban. Como los ritmos de Simins, que mantienen un tempo hasta que al batería le da por destrozarlo, doblarlo, ralentizarlo o pararlo del todo. Siempre probando con distintos timbres (ahora toca machacar el plato; ahora un redoble de timbal) y dinámicas. Bauer pone la música de fondo, dibuja armonías traslúcidas para que después la guitarra de Spencer entre como una motosierra por los huecos y destroce el andamiaje. A veces paran un instante, reconstruyen la estructura un poco… y otra vez a saltar encima. Por encima de todo este salpicón de corriente alterna reverbera la voz del jefe. Respetando la tradición más gospel del rock –algo parecido a lo que es la base del estilo de Mick Jagger–, Jon Spencer no canta, recita sus letras. Pone esa voz de Johnny Bravo y se lanza a escupir frases incomprensibles y jadeos. En un tema deja a Bauer cantar, que aprovecha su minuto de frontman para, directamente, rapear. Y en otra a Simins, que destapa su lado salvaje remedando el sonido vocal de los primeros grupos de hardcore. En algún silencio que dura más de diez segundos, Spencer aprovecha para volver a contarnos que estamos viendo a Blues Explosion, damas y caballeros, y que agradece nuestro calor.

Empezamos a acostumbrarnos a la montaña rusa cuando, de repente, se acaba el concierto. Russell regala una baqueta. Judah da la mano a los fans de las primeras filas. Jon se vuelve a su dimensión. Allí pasa sus días oficiando las misas en una pequeña parroquia alejada de la gran ciudad. Cada vez le quedan menos fieles, pero los que aguantan son los más entusiastas. Igual que Tom Waits, que un día vio la luz tras escuchar el sonido desnudo y verdadero de I Just Want to See His Face, sus seguidores cayeron en algún momento bajo el influjo de la música antes conocida como rock. Y cuando se ha sentido la llamada, ya no hay vuelta atrás.

Imagen: Chelsea Schneider. JSBX en Chicago en 2012.