Tomás Saraceno. Telas de araña
Ahora que Alemania se ha convertido en un hipotético Eldorado para la generación más preparada de la historia (mediante la eufemística “movilidad exterior”), quien se acerque a Dusseldorf tiene la oportunidad de visitar una de las instalaciones del momento: la publicitadísima In Orbit del argentino Tomás Saraceno, uno de los artistas más atendidos e influyentes a día de hoy, y creador de espacios a medio camino entre la performance, la arquitectura… y en este caso, el funambulismo.
Saraceno adquirió notoriedad en la pasada década gracias a un lenguaje plástico que se servía de todos los clichés de la filosofía hegemónica contemporánea para cincelar especialidades de innegable brillo estético. Deudor indisimulado de Sloterdijk, Latour, Deleuze o Bauman, su repertorio simula una traducción tridimensional de la retórica habitual en cierta ensayística especulativa reciente: paisajes tecnológicos construidos a base de hilos, redes, flujos, burbujas, espumas, transparencias, vectores, relaciones, dinamismos. La vieja idea del “objeto” como entidad sólida y ensimismada se desvanece, y sus cenizas esbozan un paisaje filiforme y vectorial hecho de sensaciones vaporosas, inmateriales e ingrávidas: el horizonte utópico de Saraceno es un universo donde ciencia y naturaleza disuelven sus fronteras, y donde la técnica desencadena la aparición de un mundo que ya no está hecho de cosas, sino de movimientos.
In Orbit es la obra en la que su habitual repertorio artístico es destilado en el octanaje más exacto: el edificio que la acoge es colonizado por una compleja trama de telas de araña, globos de aire, cuerdas y lonas transparentes que permiten al visitante “caminar en el aire”, levitar en un vacío etéreo y gaseoso inmune a la fuerza de la gravedad. El vértigo y el desconcierto perceptivo propios de los parques de atracciones devienen sustancia de un lenguaje artístico sugerente y de innegable tirón popular, gracias a su capacidad para visibilizar los conceptos capitales de la sociología contemporánea: flujos, redes y procesos, que durante los 60 y 70 insinuaban un futuro emancipado de la inflexibilidad del antiguo régimen, promesa de una modernidad que no sería ya líquida, sino gaseosa. La legendaria exposición Les immateriaux (comisariada por Lyotard en el Pompidou hace casi veinte años) y su investigación de la potencia expresiva de lo incorpóreo podría parecer el antepasado natural del universo Saraceno… pero el trabajo del argentino opera sobre un ideario bastante menos concienzudo.
Pese a su innegable belleza, hay un sesgo distópico en sus fascinantes instalaciones, demasiado afines al perfil más amable de la tecnocracia postfordista: esos universos que construye, tan bonitos y agradables, renuncian no sólo a la solidez y al suelo, sino también a la memoria. Su espectador natural es el ciudadano anónimo de la aldea global, que deja embelesar sus sentidos en atracciones sensoriales políticamente “neutras”, al menos en apariencia. Pero esa apología –despreocupada y lúdica– de la transparencia, el movimiento, la inmaterialidad y la no identidad, sus redes de nylon y pelotitas de celofán, funcionan también como metáfora de las heridas abiertas por el paradigma sociopolítico contemporáneo: como en In Orbit, jóvenes de identidad genérica son zarandeados en las alturas sin un suelo que les sirva de ancla, en ambientes presididos por el blanco nuclear y la transparencia aséptica, flotando entre burbujas tecnológicas que un día fueron promesa de libertad. Saraceno es el estandarte por excelencia de la estética institucional de la tecnocracia optimista y aparentemente amable, esa misma que ha propiciado que muchos de los españoles que visiten su instalación en Dusseldorf sean emigrantes que lo son contra su voluntad. Desde esa óptica, su lenguaje de redes, burbujas y caminantes sobre el vacío adquiere connotaciones mucho más funestas.
Imagen: web del autor