La sombra de Mario Santiago
He vuelto a encontrarme con la sombra viscosa de Mario Santiago. El cielo del D.F. estaba cubierto por un gas eléctrico. Una luz azul cobalto, un alud de luz, tallaba su figura abastonada. Las ruedas de los taxis no dejaban huella en su imagen, recortada sobre los adoquines. En el hueco de uno de ellos, ausente, brillaba un charquito de agua sucia. El ciclo solar hacía girar la proyección con el paso de las horas, estirándola picuda en la agonía del día.
La sombra ha desaparecido. Al cielo le han crecido las galaxias. Desde un recóndito lugar, más allá de la noche, se ha escuchado el grito de una serpiente despellejada por un águila calva. En el Zócalo, el gran mástil se estremecía con el viento, la plaza se ha llenado de temores y los vendedores ambulantes han huido a sus agujeros.
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He amanecido en un jardín privado. Mi cuerpo estaba cubierto de flores. Tumbado boca arriba me he sentido caer sobre las nubes. El colibrí coliancho con el que había soñado espiraleaba por encima de mi cabeza. Se ha detenido en el aire un instante. Después se ha posado en mi boca. En su ojo de dos fóveas he vuelto a ver la sombra de Mario Santiago.
Foto: Martin Wilkins