Banksy. Himnos gráficos
Muchos recriminan al arte contemporáneo la opacidad de su lenguaje formal, demasiado hermético para el espectador profano que con frecuencia siente que “no entiende” lo que el artista estaría intentando expresar. El celebérrimo Banksy ha sido uno de los pocos creadores capaces de superar la barrera idiomática que media entre el high art y el ciudadano medio, al haber construido un repertorio iconográfico cuyo “mensaje” es comprensible al primer vistazo. En sus manos, imágenes que parecen salidas de la CNN se transforman en impactantes alegatos a favor de la transformación del mundo, revelando las tenebrosas implicaciones sociales que subyacen al paisaje mediático cotidiano.
Sus ingeniosas composiciones callejeras (obras de arte “serio”, pero también iconos de rebeldía amable, ideales para poblar pósters y camisetas), reivindican con solvencia una de las más longevas atribuciones de los artistas con conciencia de clase: la producción de himnos, iconos capaces de visibilizar el sentir folk de la sociedad a la que van dirigidos. Sus ocurrentes estampas de alambradas y niñas descalzas, antidisturbios y animales indefensos, ejecutivos trajeados y pordioseros famélicos, ilustran el descontento y desarraigo del habitante de la metrópolis contemporánea y su angustiosa sensación de soledad vigilada presidida por una tenue nostalgia. Añoranza de la propia infancia como espacio de libertad, de las viejas comunidades fraternales, del existir como aventura, o de un planeta donde todavía hubiese cabida para lo desconocido. Su capacidad para dotar de imagen al desconcierto político de su tiempo, en un lenguaje sencillo, contundente y cosmopolita le ha aupado como uno de los grandes gurús de la contracultura altermundialista, algo así como el equivalente graffitero de himnos literarios como el No Logo de Naomi Klein o el V de Vendetta de Alan Moore. El suyo es un imaginario con mordiente reivindicativo, pero suficientemente amable como para resultar cool en cualquier tumblr o instagram.
Mientas su trabajo gráfico lo encumbra como leyenda generacional ante el gran público (engrandecida por detalles como su militancia en el anonimato o la eterna impredecibilidad de sus próximos movimientos), la crítica más exquisitas prefiere seguramente al otro Banksy, el que no produce imágenes sino acontecimientos. Sus cacareados desafíos a las más honorables instituciones artísticas (tales como colgar vandálicamente sus cuadros en museos neoyorkinos sin que nadie se apercibiese), y su reciente inquina contra grandes empresas internacionales de renombre (ejemplar su reciente performance con un limpiabotas sacando brillo al calzado de Ronald McDonald), le han hecho merecedor del reconocimiento de las más altas instancias de la industria cultural, que se ha apropiado de su nombre: galerías desesperadamente necesitadas de seducir a mayores audiencias lo utilizan en sus catálogos como rejuvenecedor y antioxidante.
Como era de prever, su éxito y reconocimiento mainstream ha hecho que muchas grandes voces del underground más militante le consideren un vendido: el último Banksy sería para ellos una máscara, un falso estandarte de ecologismo y anticapitalismo, un sensacionalista que vive de los grandes titulares (y de cuantiosos cheques bancarios). Roma no paga traidores, y las catacumbas del arte combativo no perdonan el éxito de aquellos con los que un día compartieron barricada. Como siempre en estos casos, la popularidad del Banksy superstar es inversamente proporcional a su credibilidad como auténtico poeta: es el precio que han de pagar aquellos autores cuya capacidad para captar e ilustrar el descontento de la mayoría silenciosa les aparta del selecto club de auteurs minoritarios. Pero, independientemente de la credibilidad de su aureola de enfant terrible antiimperialista, sus ya clásicos graffitis son de hecho y de derecho algunos de los grandes himnos gráficos de una generación acostumbrada a vivir en la perpetua inminencia del colapso.