Oscar Mulero. Afectos del cuerpo
Cada género musical implica no solo una lógica para el creador (compositiva, de escritura), sino también otra para el oyente (auditiva, de lectura): hay tantas maneras de escuchar música como tipos de musicalidad diferente, y fracasará el que escuche un delicado adagio de Mozart con la actitud de quien espera huracanado heavy metal. Cada palo dispone una forma propia de diálogo con el oyente en función del tipo de musicalidad que proponga: quizás de ahí derive la secular incapacidad del oyente de pop o rock (músicas melódicas) para emocionarse con el techno estricto, un género rigurosamente centrado en variables armónicas. Al oído poco habituado a los bucles seriales y abstractos de cierta tradición minimalista, el techno le resultará repetitivo y frío, exasperante por su obsesiva y espartana circularidad, como si esos temas fuesen el esqueleto sin carne de lo que debería ser una verdadera canción.
Sin embargo, contraintuitivamente, el techno es música profundamente afectiva… lo cual no es sinónimo de sentimental. Entendiendo con Manuel Delanda que afecto es “la capacidad de afectar o ser afectado por algo”, la musicalidad de la electrónica cíclica opera directamente sobre nuestro aparato sensomotor, iluminando la fisicidad de nuestros estímulos sensoriales. Del mismo modo que el pop o el rock acostumbran a figurar algún tipo de hilo argumental (“nadie me quiere”, “recuerdo aquel día”, “soy diferente”…), no cabe figuralidad en el techno, cuyos patrones armónicos buscan sacudir, a través del oído, toda nuestra carne: la experiencia háptica de pulsaciones rítmicas y armonías sintéticas invita a los cuerpos a vibrar en sintonía, actualizando la experiencia tribal de la danza como comunión armónica del hombre con el mundo. Una experiencia espiritual que sin embargo nace de lo más radicalmente físico, pues los afectos que despierta emanan de nuestra corporalidad.
Los protagonistas estéticos del techno son sus ritmos y armonías. Muchos temas parecen idénticos entre sí, pero difieren en sutilísimos matices musicales, que solo apreciará quien comprende que es precisamente hacia ahí a donde debe enfocar su oído: en las sesiones de nuestro legendario Óscar Mulero (figura internacional del gremio y disciplinado practicante de su versión más pura) no hay melodías, ni cambios de raccord, ni hiatos entre las piezas. Los temas se encabalgan trenzando un tejido continuo y ondulado cuyos picos y valles resultan de la modulación de intensidades sobre una misma cronometría.
Paradójicamente, la repetición insistente de una misma cadencia propicia un extraño sobresalto cognitivo: el tiempo se licúa y entra en suspensión, potenciando lo que Deleuze denominaba parámetros intensivos sobre los extensivos. Pero la pirueta no tiene nada de intelectual o conceptual: el objetivo es conmover los cuerpos, desde el oído hasta las puntas de los dedos. El baile, sincronía cómplice entre mi cuerpo y mi mundo, no es una gimnástica muscular, sino espiritual: el movimiento acompasa cuerpo y pensamiento, perturbando la vieja distinción entre inmanencia y trascendencia, física y metafísica, como en la fenomenología del cuerpo abocetada por Merleau-Ponty.
Participar de las no-canciones que pincha el no-músico Oscar Mulero requiere comprender la estrategia de partida: los estados de ánimo son resultado del encuentro estético del cuerpo con el mundo a través de las impresiones sensoriales, de las sensaciones. Su impacto no apela a los sentimientos de las personas, sino a los afectos de los cuerpos. Violento y enfebrecido, su trabajo no requiere los argumentos literarios propios de la vieja leyenda del rock ni la complicidad del corazón roto de un joven desafortunado. El techno es la poesía hermética del tiempo puro, jugando con esa sensibilidad ancestral que conjuga en una misma línea etimológica las ideas de emoción y movimiento.
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