In memoriam

Hubo un tiempo en que a los músicos en este país les ponían calles: Manuel de Falla, Isaac Albéniz, Ruperto Chapí, Enrique Granados, etc. Hoy parece algo impensable, considerando el menosprecio que existe hacia la música. Pero hay que decirlo, esta gente es importante, estos señores hacen del mundo algo más rico, más grande. O como dice la canción, “más amable, más humano”.

Anoche se murió Paco de Lucía. Los periódicos referirán mañana su carrera y en ellos los personajes públicos que le conocieron llorarán, públicamente, su pérdida; los privados ya enlazan la noticia añadiendo un par de palabras de despedida. El lamento general durará lo que dura siempre, que es más bien poco. El recuerdo durará mucho, muchísimo.

Un viejo conocido tuvo como profesor al mismo que enseñaba a muchos de los guitarristas que se habían instalado en Madrid allá por los sesenta. Mi amigo me contaba que un día, al finalizar, la clase le dijo con la ilusión de un fan: Paco Izquierdo es magnífico, ¿verdad maestro?, va para figura. A lo que este contesto: sí, es muy bueno, pero el que va a triunfar es Paco el de la Lucía. Mi amigo preguntó el por qué. Muy sencillo, le explicó, Paco Izquierdo practica seis horas al día y Paco el de la Lucía doce. Cuando Paco de Lucía se instaló en Madrid tenía catorce años. Con once su padre le había sacado del colegio y le había puesto a ensayar sin descanso en una habitación de la casa familiar del barrio de La Bajadilla en Algeciras.

En el precioso e íntimo documental Francisco Sánchez, Paco de Lucía (2003), los amigos comentan cómo la gente pasaba por delante de la ventana de esa habitación y se quedaban escuchando tocar al niño. En él también se puede ver su vida reciente, semiretirado en México, sus aficiones, su carácter afectuoso con su familia, sus ganas de estar tranquilo y sus cuitas cuando tenía que salir de gira y afeitarse la barba, meterse en aviones y hoteles, y tocar delante del público. Una imagen que queda lejísimos de la del artista romántico o el torturado. Está claro que su éxito es una suma de un inmenso talento y una dedicación absoluta, un trabajo titánico. En la película también se intuye la relación con su instrumento, que, como a casi todos los músicos, le despierta una mezcla de atracción y rechazo. Lo deja encima de un sofá, lo mira, lo coge, rasguea un poco y luego casi lo tira de nuevo con desprecio. Muchas horas, muchos días arrancando su obra de esas cuerdas estiradas y cargadas de tensión.

Quedarán para la historia sus innovaciones, su all-star con Camarón, su descubrimiento del cajón, sus primeros pasos con el jazz de la mano de Pedro Iturralde y su posterior encumbramiento gracias a la colaboración con gigantes como Chick Corea, John McLaughlin y Al Di Meola. Se le recordará por bastardizar el flamenco, por hacerlo mestizo, por pasar de los puristas y demostrar que el respeto a un arte no consiste en ceñirse a sus reglas, sino todo lo contrario. Nadie que le haya visto en directo olvidará su fluidez en el toque, la potencia de su mano derecha y la agilidad de su mano izquierda. Y, sobre todo, quedará su música. Tocar un instrumento, para la mayoría de los mortales, es una lucha en la que la herramienta es una traba para la expresión, como cuando un adulto aprende una lengua extranjera y tiene que pensar antes de construir las frases que quiere decir. Pero Paco dominaba el lenguaje de la guitarra con la naturalidad de un niño hablando su lengua materna. Esas melodías complejísimas sobre unas armonías inabarcables –pero tremendamente emocionantes– que sacaba de su guitarra flotaban con una gracia tan natural y tan sencilla que parecían de otro mundo.

Se va Paco. No le volveremos a ver sobre un escenario, no habrá más discos suyos. Ese es el gran drama. Los mediocres seguimos por aquí, hay que joderse. En fin, se va el músico más importante que ha dado este país en los últimos cincuenta años. Y yo al Central ahora mismo a ver a Jorge Pardo con Carmona, Colina y el Bandolero. Le daremos el penúltimo adios.

Imagen: Andalucía Información