Eduardo Kac. Contranatura

El ecologismo y sus múltiples circunvalaciones es el impulso ético más convincente de nuestra época, y el auge de la sostenibilidad la está convirtiendo, tanto en descomunal caladero para la industria marymoderna, como en grave objeto de reflexión para el arte y la filosofía. Una civilización como la nuestra, cuyo horizonte escatológico más intimidante es el de un gran colapso de la biosfera, busca desesperadamente en todos sus registros un reencuentro con la Madre Naturaleza que calme nuestra culpa por habernos desentendido de ella con tanto desdén: tras décadas de temeraria rendición ante las virtudes del progreso tecnológico irreflexivo, ahora recapitulamos y constatamos que quizás, en algún momento, nuestra civilización tomó el camino equivocado, abocándose a una catástrofe planetaria. La naturaleza como paraíso perdido es el eje que vertebra el frondoso ideario utópico y distópico de la supermodernidad. Sin embargo, los barbudos en bicicleta, los tecno-agricultores militantes del decrecimiento o los múltiples chamanes de huerta urbana olvidan un detalle en sus discursos: ya no existe una naturaleza a la que regresar.

Si algo ha caracterizado a la ciencia contemporánea, desde la biosemiótica a la cibernética, de la genética a la bioquímica industrial, es su cuestionamiento de los límites entre naturaleza y artificio, biología y tecnología, lo orgánico y lo sintético. Sabemos que el crecimiento de una planta o una concha se realiza conforme a secuencias algorítmicas similares a las de un código informático; la robótica imita rutinas del movimiento de los insectos; e incluso psicología y etología acercan sus metodologías hasta límites desconcertantes. ¿Qué es natural y qué no lo es? Imposible determinarlo en un escenario mixto y biónico como el nuestro en el que los gadgets tecnológicos tienden a convertirse en protuberancias del cuerpo, y donde la manipulación genética nos permite modular y reconstruir la vida desde sus ladrillos más fundamentales.

De la indescirnibilidad entre natura y nurtura toma su fuerza la ya clásica obra de Eduardo Kac Alba: ni más ni menos que un conejo modificado genéticamente hasta resultar fluorescente y brillar en la oscuridad, fundando lo que su autor denomina “bioarte”. Su frankensteiniana criatura compromete nuestros prejuicios ético-estéticos: pudiese ser tanto una entrañable mascota manga convertida en realidad, como la aberración mutante de una novela de horror futurista. Pero independientemente de nuestros afectos, su perturbadora especificidad proviene del limbo ontológico que ocupa, al ser al mismo tiempo un ser vivo, un objeto tecnológico y una obra de arte, ilustrando los infinitas grietas que desquician (y desbordan) los límites canónicos de “lo ecológico”. Límites que nunca han existido, pues incluso las más arcaicas culturas rurales producían sus propias hibridaciones de lo orgánico y lo antrópico: un asno se convertía en un objeto técnico cuando se le colocaba el arado, con el que formaba una máquina híbrida, una síntesis radical.

Alba quizás no sea, por tanto, ni una advertencia moral sobre los excesos de la genética y sus tenebrosas tentaciones demiúrgicas, ni una celebración optimista del imperio del hombre sobre la naturaleza, sino simplemente analogía de una época obligada a renunciar a su confianza en el retorno a una arcadia ecológica inmaculada. El planeta entero ha sido humanizado hasta el punto de hacer inviable una reconstrucción de su estadio prístino original. Pero no hay motivo para alarmarse, pues todo lo que he hemos creado es también naturaleza: las abejas fabrican miel, los árboles fabrican resina… y los humanos fabricamos máquinas de acero, silicio y plástico. Y, en ocasiones, fabricamos conejos fluorescentes para galerías de arte, como recordatorio de la imposibilidad de reconstruir un límite nítido para la naturaleza, hurgando en la grieta entre natura y contranatura.

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Imágenes (portada e interior): Tatiana Kourochkina