Blood on the tapes

Life is sad, life is a bust
All you can do is do what you must
You do what you must do and you do it well
I’ll do it for you, honey baby, can’t you tell?
Buckets of Rain

En 1974, Dylan se preparaba para regresar a una escena que le venía siendo esquiva desde su accidente de moto en 1967. Semiretirado para hacer vida familiar –en 1969 ya tenía cuatro hijos–, sus grabaciones más importantes entre el 68 y el 73 fueron unas sesiones que registró con The Band en el sótano de su casa, que ni siquiera se publicaron oficialmente y que acabaron por convertirse en las canciones más pirateadas de la historia; su gran aparición pública después de años sin tocar en directo, el concierto por Bangladesh con su amigo George Harrison, en el que casi no llega a subirse al escenario por los nervios. Su último disco, Planet Waves (1973) había sido un no-éxito. Su matrimonio se iba al garete. Tenía 33 años.

Durante ese 1974, Dylan ha escrito un puñado de canciones que le están estrujando el alma. Sabe que no tienen nada que ver con lo que ha venido haciendo en los últimos años. Provienen de otro sitio, de un lugar en el que cuando se pasa demasiado tiempo es difícil regresar. Y es que la catarsis que produce el dolor puede ser tan profunda que, una vez alcanzado el fondo, no hay manera de trepar de vuelta, solo hay salida por el lado opuesto. Dylan, que siempre ha sido un superviviente, lo tuvo claro y corrió hacia la luz. Lo que le esperaba allí al final el divorcio. En el camino fue dejando las huellas ensangrentadas que marcaron la trayectoria de ese viaje. Ese rastro rojo y brillante como el mercurio, esas pistas, se acabarían convirtiendo en Blood on the Tracks (1975), pero no sin antes pasar por el penoso proceso de darles forma.

Se dice que marchó por ahí con una demo casera en el bolsillo en la que estaban registradas, sin pulir, esas piezas rotas de lo que había sido una vez un reluciente espejo. Que fue a casa de Neil Young a ponerle la cinta, que también se la enseñó a Graham Nash y a Stephen Stills, que incluso pensó que Mike Bloomfield, el guitarrista con el que había grabado Highway 61 Revisited (1965), podría ayudarle a revivir el éxito pasado. Pero esto era otra cosa. De hecho, ninguno de los mencionados respondió con entusiasmo y nadie se acabó subiendo al carro.

A Dylan, como casi siempre, todo esto le dio igual y en septiembre de 1974 se metió en los estudios A&R, en un ático de la calle 52 en Manhattan, donde había grabado lo mejor de su obra en los sesenta cuando las instalaciones pertenecían a Columbia, antes de que se vendieran a Phil Ramone. “Like a Rolling Stone” se creó allí. De hecho, este nuevo disco iba a suponer el regreso a su sello de siempre después de su breve paso por Asylum, el primer vehículo empresarial de David Geffen. El que John Hammond, descubridor y productor de los álbumes folkies de Dylan, apareciera el primer día por el estudio –junto con el episodio de Bloomfield– hace pensar en ese momento melancólico en el que a los Beatles, a un paso de su disolución, se les ocurrió que volverían a tocar en directo y, con una buena dosis de ingenuidad, quisieron llamar a su disco “Get Back”. Pero pronto se vio que esto no iba a tener nada que ver con esa aventura crepuscular, que a nuestro protagonista le quedaba mucha cuerda. Y también, ese primer día en A&R, quedó claro que lo que tenía entre manos no estaba del todo bajo su control. En pocas horas había vuelto locos a casi todos los músicos de estudio que habían sido citados para trabajar ese lunes. Les daba el nombre de una canción y el tono antes de comenzar, pero luego empezaba a tocarla en otro o directamente se arancaba con una canción distinta. No había forma de seguirle. Uno a uno fue despidiéndolos a todos salvo a Tony Brown, el bajista, el único que podía seguirle los cambios, una tarea dificilísima considerando que Dylan estaba usando una afinación abierta en la que los acordes no se construyen con las digitaciones habituales. Y en ese ambiente delirante grabó el disco entero, en seis horas. Al día siguiente, martes, volvió al estudio y lo hizo todo de nuevo, esta vez con Paul Griffin al órgano, y cambiando alguna letra de algún tema, modificando los espacios entre estrofas en otro, etc. El miércoles se pincharon algunas partes. Y el jueves, otra vez, todo de nuevo, ahora solo con el bajo acompañando. Y, por supuesto, con nuevos cambios en las canciones. Contado así parece que el trabajo que allí se hizo fue poco más que un despropósito sin dirección alguna. Pero basta con escuchar la guitarra y la primera estrofa de “Tangled up in blue” para notar una vibración que va más allá de lo musical. La voz, que siempre ha sido el vehículo expresivo más eficaz de Dylan, suena contenida, como enmascarando una emoción difícil de soportar. Dylan ha podido ser cicatero muchas veces, pero casi nunca con su voz. Sin embargo aquí las palabras están tocando hueso, la sensibilidad es tan fuerte que tiene que pasarse de frenada para controlarla. El material que llevó al estudio era muy inflamable, lo sabía bien, de ahí esas sesiones disparatadas, esa confusión.

El músico decide irse a su Minnesotta natal a pasar unos días en familia. No está muy convencido de que lo que trae de Nueva York vaya a convertirse en su próximo disco. Su hermano David escucha las cintas y por alguna razón oye en ellas algo que no está bien. El producto tiene demasiada pureza. No se sabe si, como se hace con el cacao, para evitarle al oyente un sabor tan amargo, decide que lo mejor es cortarlo con un endulzante. O quizá solo quiere protegerle. Pero, ¿de qué? Entre el 27 y el 30 de diciembre, en Minneapolis y con músicos locales, se vuelven a grabar seis de las diez canciones. El resultado es muy distinto pero su autor parece contento. En enero se hace un batiburrillo con las dos sesiones, se mantienen las cuatro originales de A&R pero con una mezcla más “de estudio” y subiendo en algunos casos el pitch (acelerándolas), y se agregan las seis de Minneapolis. Columbia saca el disco a toda prisa en enero del 75. Blood on the Tracks se convierte en un éxito total y es considerado a día de hoy una obra maestra incuestionable.

Pero la arqueología de Dylan siempre ha sido muy codiciosa. Las sesiones de Nueva York, conocidas en la calle como Blood on the Tapes o The New York Sessions, son filtradas de inmediato y los fans empiezan a circularlas como a los bosones en Ginebra. La verdad está ahí fuera y no suena como el disco oficial. La inspiración en las Tapes es abrasadora; los detalles, incluso los errores y los accidentes, como los botones de la camisa o la hebilla del cinturón, no se sabe bien qué, tamborileando en la parte de atrás de la guitarra en “Tangled up in blue”, son sencillamente mágicos. Los arreglos, como siempre que son buenos, mágicamente sencillos. La música es tan limpia y tan natural que repele los adornos (la verdad y las musas producen obras de una una luz cegadora; el destrozo que hacen en Minneapolis de “Idiot Wind” es una prueba clarísima). Para los que han oído las dos versiones no hay duda, el disco que Dylan creó en 1974 es el que está contenido en Blood on the Tapes.

When our innocence died forever, Bob Dylan made that moment into art. The wonder is that he survived. (…) There is no politician anywhere who can move anyone to hope; the plague recedes, but it is not dead, and the statesmen are as irrelevant as the tarnished statues in the public parks. We live with a callous on the heart. Only the artists can remove it. Only the artists can help the poor land again to feel.” (Pete Hamill, de las notas originales del libreto de Blood on the Tracks)

Foto: Dylan Stubs