Mark Ryden. Al otro lado del espejo

Antes ya de la caída de Lehman (época de falsa prosperidad en lo económico, pero muy fructífera en hallazgos tecnológicos y científicos), el pop menos conformista parecía intuir que bajo la sedosa y seductora superficie de la globalización latían demonios con los que habríamos de lidiar más pronto que tarde. Tensión e inquietud tanto en lo político como en lo personal, contaminando los afluentes más inconformistas del pop subterráneo a través de obras ya clásicas como el cómic Black Hole de Charles Burns o las impactantes ilustraciones de Mark Ryden, ambas de temática semejante: espectrales universos fuera del tiempo en los que angelicales imágenes y narraciones camp ven cuestionada su aparente inocencia, aflorando de sus profundidades afectividades enfermas. Ryden hizo fortuna gracias a sus saturnianas perversiones de la estética pop de gominola y peluche (Barbie, el shoho-manga, el pink baroqque, el Shibuya pop…) llegando a ser uno de los ilustradores más linkeados: sus tenebrosas creaciones causaban furor en los muros de los mejores myspaces y fotologs hasta encumbrarle como el icono por excelencia del mismo romanticismo lánguido que un día abanderó Tim Burton.

Su particularísima atmósfera emocional toma cuerpo en un universo imaginario en el que lolitas con cutis de porcelana y mirada cristalina habitan lo que parecería una versión sutilmente turbia del mundo de Oz, como si la iconografía habitual en las ensoñaciones infantiles revelase un envés inesperadamente tenebroso. Una subversión del universo estético-sentimental preadolescente que irradia una visión mistérica del erotismo y la muerte, en un mundo en el que la parafernalia camp, aparentemente inofensiva y leve, revela su perfil amenazante y grave, como metáfora de las incertidumbres en el umbral de la vida adulta: juguetes y peluches retro cobran vida propia en ucronías pintorescas de hadas y brujas, sueños de los que aún no sabemos si acabarán en pesadilla.

El complejo de Peter Pan es una de las imputaciones más habituales a la generación nacida al filo del 80, treintañeros cuyos fetiches son Playmobil y camisetas de los Goonies, que consumen manga para niñas y cuya indumentaria recrea la estética pop de su infancia, quizás como síntoma de recelo ante un “mundo adulto” menos confortable de lo que la cultura nos había prometido. El universo de Ryden quizás resuene con ese pánico generacional a abandonar la sensibilidad de un niño, pero que a partir de cierto momento de la vida no puede ser más que simulada: la evidente artificialidad de sus personajes y escenarios (mezcolanza heterodoxa de Allan Poe con Lewis Carroll, de barroquismo católico con Lladró, de los Osos Amoros y ¿Quién puede matar a un niño?) acentúa la naturaleza paranoica de su lírica, un agridulce cocktail emocional cuyo regusto sabe tanto a caramelo como a azufre. Sutil perversidad que hace bueno el dicho: más se consigue con miel que con hiel.

La hondura de su arte va mucho más allá del mero entretenimiento para la blogosfera: el aliento último de su archipiélago iconográfico es, incluso, religioso. Pero de una religiosidad delirante y fetichista, como la de su clásico cuadro de una niña rezándole a la Barbie como si de una Virgen incorrupta se tratase. Privados de la confianza ya irrecuperable en los viejos credos trascendentales, los niños del nihilismo atenúan las incertidumbres de su espíritu idolatrando a dioses de plástico y nylon. El paraíso bíblico tiene ahora la textura de un juego de plataformas, los querubines son peluches, y el demonio es de cartón piedra: un edén de juguete y sin suelo moral en el que perder la inocencia ante la imposibilidad de diferenciar ángeles de diablos.