264 netsukes
Las obras de arte más antiguas nacieron al servicio de un ritual que fue primero mágico y, en un segundo tiempo, religioso. Pero […] este modo aurático de existencia de la obra de arte nunca queda del todo desligado de su función ritual.
Walter Benjamin
Llevo semanas posponiendo la redacción de este texto. La influencia del libro al que se va a referir se va apagando lentamente: hace más de un mes que lo terminé. Tengo a mi lado una hoja con apuntes y todo. Trato de encontrar la razón que me impide abordar la escritura –dejando aparte la falta de tiempo permanente– y no la encuentro, salvo quizás si lo justifico por una preocupación (distante, mínima, pero inequívoca): la de no ser capaz de transmitir nada parecido a lo que La liebre con ojos de ámbar significa, la de pervertir la misma experiencia de la lectura y su recuerdo.
Lo primero que aparece en el folio con las notas que tomé es la cita de Benjamin. Un netsuke es un objeto que cumple una función muy concreta: haciendo que la cuerda de un kimono pase por sus dos pequeños agujeros permite atar una pequeña bolsa para llevar utensilios personales (un kimono de verdad no tiene bolsillos). Con el tiempo, estas insignificantes tallas fueron ganando en complejidad y minuciosidad hasta convertirse en verdaderas esculturas en miniatura, utilizándose para su elaboración materiales más nobles que las toscas maderas originales, como el marfil, el hueso, la laca o incluso el diente de rinoceronte. Ningún pueblo es tan sensible al ritual como el japonés.
Luego me hago un lío con los conceptos marxianos de valor de uso y valor de cambio. ¿Es el netsuke un instrumento (valor de uso) o un objeto de consumo (valor de cambio)? ¿Es su valor puramente contemplativo o no es más que mercancía? ¿Cómo se ha de percibir un mismo objeto en distintos contextos? En el Japón del periodo Edo y en los salones aristocráticos de París a finales del siglo XIX, cuando estalla la moda del japonismo, ¿la misma pieza puede tener significados opuestos? También tengo las palabras “arte puro” escritas en mi folio. ¿Es el netsuke arte puro o es representacional? O, si volvemos al término “ritual”, ¿es posmoderno por exaltar el acontecimiento? Ya ven, una ensalada sin aliñar.
La nota que encabeza mi papel es la más importante porque es el planteamiento de base que tendría que guiarme en el desarrollo del artículo. Dice así: “objetos-memoria (cultura material)”. Y, sin embargo, no me ayuda en lo más mínimo. Esas cuatro palabras, con su guión y sus paréntesis, evocan algo demasiado grande para encerrarlo en menos de mil palabras. Me rindo. La liebre es insondable. Eso es lo que pasa, no es culpa mía. De hecho, todo un Tsevan Rabtan no escribió más que diez líneas.
Por no abandonar aquí, sí diré que Edmund de Waal, el autor, ni siquiera era escritor antes de parir esta obra maestra, era (y es) ceramista. Su visión del arte es tridimensional, adora tocar las cosas, sentir su volumen, el espacio que ocupan y el que desplazan, el entorno en el que habitan. Las cosas son su vida. De dónde saca el talento para escribir como escribe no tengo la menor idea. Pero el porqué no se había planteado antes publicar nada sí creo intuirlo: seguramente no tenía nada que contar que no pudiera expresar con sus manos, con sus pequeños cuencos y vasos de barro pintados de blanco. Hasta que le llegó esta historia y se le agarró tan fuerte que no le soltaba. Debe ser sobrecogedor sentir ese arrebato, y reconocer que hay algo superior a uno que llega en la forma de una obsesión para someterle y obligarle a dejar todos sus proyectos a un lado y emprender una búsqueda cuyo destino está tan lejos o tan cerca como alcance la propia voluntad. De Waal debía llevar años mirando esos netsukes que su tío le dio en Tokio, esos que pertenecieron a la familia Ephrussi desde que fueron compradas a un anticuario de París –cuatro generaciones antes– por uno de los miembros de esa dinastía asquenazí cuya influencia en las finanzas europeas era solo un poco inferior a la de los Rothschild; años conjeturando sobre la vida oculta de esas figuritas, una que las había traído de Japón a Europa y de vuelta a Japón en un periplo de casi un siglo, una que las había puesto en una vitrina en la misma habitación en la que colgaban cuadros de Monet, Degas y Renoir, en el vestidor de una dama del imperio austrohúngaro en la Viena de 1900, en los bolsillos de una sirvienta leal que supo hacerlas invisibles a los ojos de la Gestapo en 1938 o en la casa de un veterano del ejército americano en el Tokio ocupado de la segunda mitad del siglo XX.
La trama de la vida y la del ecosistema de cuerpos inertes de los que nos rodeamos parecen tejerse en el mismo plano, cruzándose en ocasiones, imitando en otras las volutas paralelas de las dobles cadenas helicoidales del ADN familiar, hasta que cada una toma un camino separado y no vuelven a verse jamás. De Waal, fascinado por estos misterios, traza un mapa de palabras para describir esas redes. Pero ya se sabe que el lenguaje escrito no habita en el espacio, así que al final lo que le sale es una narración. Pero una verdaderamente poderosa, con la fuerza de las garras de esa historia que un día le secuestró y no le liberó hasta que escribió la última letra de La liebre con los ojos de ámbar.