Ginferno y los saxos del averno en el Teatro Lara
Se abre el telón y aparece un cuarteto de mambo y un sueco vestido de negro. Del averno salen un percusionista y tres saxos para acompañar al barítono: a lo hermanos Dalton se colocan el tenor, el alto y el soprano. La guitarra tiembla con un vibrato nervioso, el contrabajo dibuja con un edding 800 unas líneas rectas y precisas. El batería martillea los timbales en un break interminable tratando de recuperar el ritmo primigenio, nada de cajas y platos militares, puro tambor retumbando como latidos de elefante con taquicardia.
El aire es denso. Cuatro metales lo perturban. Kim se pone serio. Alterna spoken word en inglés con melodías profundas en sueco. Debido a su marciana capacidad escénica es al que mejor le sienta el escenario teatral y la luz picada. En un club, los músicos de la banda se funden con la gente y a su cantante le cuesta más destacar en la mezcla. Pero con una tarima de metro y medio como la del Lara, el frontman se hace más grande que su grupo, que necesita más del calor democrático de una, pongamos, Sala Sol, para crear ese necesario puente entre los intérpretes y su audiencia.
El sonido es nítido y limpio. Ese sonido que casi nadie consigue clasificar, lo que es tanto un logro creativo como un obstáculo profesional. Si me preguntaran a mí, diría: Ginferno suena como un capítulo de Scooby Doo en el momento justo en que la trama se complica y Shaggy y su panda están atrapados en un castillo encantado o, para ser más precisos, en mitad de una jungla polinesia huyendo de un espíritu tiki, y suena esa música que genera tanta tensión como ganas de ponerse a bailar. Solo que Ginferno te deja ahí, a medio follar, sin saber el desenlace del capítulo.
Después de menos de una hora en cadencia creciente, interrumpida por un par de medios tiempos sui generis, llegan la traca final, los aplausos, los bises, la mascletá y la imagen de cierre con los nueve músicos entrelazando sus brazos y haciendo una reverencia ante un público entregado, en pie, vitoreando. Un bonito recuerdo de una noche de noviembre allá por 2013.
PD: entre los asistentes se distinguen miembros de formaciones ilustres como Dead Capo –y exmiembros que tenían programas de radio demasiado kamikazes para esa turba que nos gobierna tratando de protegernos de nosotros mismos–, de Grabba Grabba Tape, de C’mon Tutankamon… ¿Os acordáis de cuando en Madrid había una escena? Ahí estaban, celebrando que una de las bandas más consistentes de esta ciudad tocaba en un lugar con butacas de terciopelo –llenando el aforo, por cierto–, patrocinados y con una promo decente. Y es que no sé si ahora mismo hay un relevo a esa escena, si merece la pena que lo haya, o incluso si tiene sentido hablar de ello. Pero dudo que dentro de quince años, los que llevan estos chicos en activo, un minúsculo pero avenido gremio de artistas esté en un teatro madrileño celebrando la creación y la resistencia musical de unos compañeros. Ojalá me equivoque.
Foto: Salomé Sagüillo