El rostro masacrado

Nunca se puede ser más fiel con un retrato que haciendo una radiografía del retratado. Fiel en la crudeza y en la exactitud objetiva de todo, porque el retratista se limita a recoger el reflejo de lo que mira. Muchas veces, la ficción “ayuda” a aproximarse a determinadas fosas de violencia y de maldad humanas porque el género permite “recrear” los hechos aproximados que sucedieron en otro tiempo. Sin embargo, The act of killing (Joshua Oppenheimer, 2012) nos acerca a la realidad de otro tiempo y nos adentra en una de las fosas más abyectas que se hayan conocido jamás. Y quienes nos llevan de la mano son los protagonistas de los hechos, los gánsters del genocidio contra todo enemigo a su dominación absoluta, a los que llamaban comunistas, ocurrido en Indonesia a partir del Golpe de Estado Militar de 1965.

Todo lo demás es chirriante, como cuchilla en la retina y como retina en la cuchilla. Los asesinos, abducidos por una grotesca vanidad, reviven sus propias matanzas con familiares de las víctimas, a las que aún dominan. Todo ello, en un alud de amor al cine que conforme avanza la película se hace cada vez mayor, y que se lleva por delante cualquier tipo de pudor, dignidad o vergüenza ética y que arrasa todo lo que tiene por delante con el único fin de terminar las películas que se han propuesto hacer para retratar sus heroicidades de guerra. La exaltación del pecado en nombre del dios que ellos mismos encarnan, bajo el nombre de la libertad: se autoproclaman hombres libres. El espectador asiste a este vómito esperpéntico, insoportablemente ridículo, escondiendo una mueca bizarra. Los protagonistas regurgitan escenas vividas cargadas de mal gusto y excentricidades enfermizas sobre la riqueza amorfa de los dominadores y sus mafias inhumanas.

Hasta que la película da un giro definitivo. Y el cine, su poder transformador, su embrujo impredecible comienza a hacer de las suyas. Y como espejo, devuelve la imagen del vómito. O en otras palabras, los protagonistas deben beber su propias secreciones megalómanas como parte del pacto tácito, en el momento en que comienzan a ver el resultado de su arte. Es el cine, devuelve las luces y sombras de lo que somos. En este caso, el cine del cine se convierte en una daga autoconstruida. Las películas, las que se ruedan dentro del documental, se convierten en horcas cuando parecían museos de trofeos.

Resulta un juego macabro que no redime nada, sólo enseña, juega a hacer magia negra delante de todos y el espectador forma parte de todo ese reflejo. En un espejo que es una cartografía impune de la maldad humana esculpida con luz sobre su propio rostro masacrado.