Berndnaut Smilde. Nubes Pasajeras

No sorprende que una de las instalaciones más publicadas y comentadas de los últimos tiempos hayan sido las Nubes de Berndnaut Smilde, artista holandés que alcanzó notoriedad gracias a la ocurrencia de exhibir explosiones de vapor de agua en espacios expositivos. Su pieza consiste en una bomba de calor que en determinados momentos emite una exhalación gaseosa, efímera e informe, que dura unos segundos hasta que se solidifica y desvanece en el aire: una idea tan sencilla que sorprende que a nadie se le haya ocurrido antes, pero cuya popularidad deriva del hecho de haber sido realizada en el momento y el lugar adecuado.

Hasta las vanguardias del siglo XX, las prácticas artísticas consistían mayormente en la materialización de Objetos, piezas sólidas y perdurables que buscaban congelar una imagen en el tiempo para, de algún modo, salvaguardarla de la desaparición: el arte era, entre otras cosas, inventario y monumento de todo aquello que no merece morir. Los Futuristas introdujeron en el imaginario artístico occidental la poética de lo inestable, lo móvil y lo efímero, sentando las bases de una nueva estrategia estética en la que el artista ya no habría de producir obras, sino experiencias. Lo específico del museo no es ya la exhibición de cosas, sino la producción de acontecimientos, poniendo el acento en los infinitos mecanismos expresivos y participativos que pueden mediar entre un artista y sus espectadores, más que en la fisicidad del artefacto que se exhibe. Si el epicentro de la expresión artística es la experiencia y no el objeto, el arte más profundo es el efímero y autoconclusivo, un ritual que tiene lugar una única vez y no deja como huella ningún objeto conservable.

Las nubes de Smilde son una sugerente poetización de dicha lógica: nada más transitorio e irrepetible que una nube, metáfora exacta de una civilización rendida a la fatuidad de lo inmediato, lo finito, y lo evanescente. La posmodernidad es la época en la que la intuición marxista “todo lo sólido se desvanece en el aire” alcanza el estatus de dogma metafísico, y la civilización abraza por entero la eventualidad de lo momentáneo: la física teórica trabaja con contingencias, probabilidades y singularidades, la política abandona el largo plazo para centrarse en lo inmediato, los mercados especulativos imponen el consumo de bienes desechables en modas cada vez más breves, y nuestras vidas tienden a ser montañas rusas de meandros imprevisibles en los que cada curva anuncia situaciones repentinas e inesperadas.  El arte no puede quedarse al margen del éxtasis de lo provisional que caracteriza nuestro tiempo, máxime cuando el mercado de galerías y museos está sujeto a los mismos criterios de moda y obsolescencia que cualquier otro negocio basado en consumibles perecederos. Una nube, fenómeno liviano e incorpóreo que aparece y desaparece regida aparentemente por el azar, funciona entonces como parábola de una época que ya no es siquiera la de la “modernidad líquida” figurada por Zygmunt Bauman, sino más bien, en palabras de Alan Moore, “modernidad gaseosa”.

Por otra parte, como metáfora perversa del circo snob que puebla la farándula museística, el trabajo de Smilde no tiene desperdicio: consigue acaparar portadas y exhibir en las galerías más exclusivas gracias a su capacidad para reunir a enterados y gafapastas alrededor de, literalmente, una explosión de humo. Una emanación pretendidamente efímera que sin embargo queda congelada para la posteridad a través de los centenares de fotografías y videos que, al documentar la performance, contravienen su pretendida fugacidad. En unos años sabremos si seguimos acordándonos del trabajo de Smilde o si sus nubes eran, quizás como todo el arte contemporáneo, pasajeras.