Alegato de un escritor maldito
Conversaciones con el profesor Y
Louis-Ferdinand Céline
Traducción/ Prólogo: Mariano Dupont
Caja Negra Editora
Buenos Aires, Argentina. (218 Págs.)
En 1955, tras su exilio en Dinamarca que culminó en prisión y varios fracasos editoriales, Louis-Ferdinand Céline, el controversial autor de Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito, por pedido de Jean Paulhan, director de la Nouvelle Revue Francais, quien comenzaba a reeditar sus primeras novelas, le propone escribir sobre su propia obra. Era una oportunidad para blanquear su imagen excecrada (el hecho de haber sido acusado de colaboracionista durante la ocupación nazi en Francia –1940/44–, no le favorecía) en la escena cultural francesa. Una estrategia de promoción para acabar con la reprobación del silencio. Céline accede y escribe entonces su alegato bajo la forma de una conversación ficcional. Lo que se inició como un ensayo sobre el estilo fue degenerando hasta alcanzar la dimensión de Conversaciones con el profesor Y, una novela breve donde contraataca la literatura, su literatura, y, en especial, el mundillo hipócrita del establishment literario.
Megalómano, siempre virulento, Céline se jacta de haber creado un estilo nuevo, de ser el inventor de una técnica. ¿Y en qué consiste ese método? Pues en acuñar “la emoción en el lenguaje escrito”. Esto es, verter de forma violenta –algo paranoica– algunos de sus componentes típicos: la incorporación del lenguaje oral en el discurso, grosero, muy jergal; apelar a lo autobiográfico con tono implacable, libre de formalidades, amargo y quebradizo. Es un proceso que opera sobre el fragmento como unidad (sus famosos tres puntos suspensivos dan crédito a esa llave directa a la elipsis). Utiliza el caos como fundamento estructural. En cada frase, irreparablemente imbricada con la otra, Céline busca –y la mayoría de las veces logra– modificar varias de las coordenadas de la experiencia de la escritura. Da forma al desencanto del hombre y escribe, con desenfado, el grito de la rebeldía. Lo sacrifica todo a favor de la sinceridad con el fin de abrir nuevos horizontes. Busca conquistar mediante diatribas feroces otra concepción de la vida. Y propone una nueva actitud frente a ella: desafiante, sin concesiones. Claro que revelar a través de enunciados apologéticos la experiencia en primera persona del singular –con todas sus miserias– tuvo su alto costo.
Haber dado con esa expresión a mediados del siglo pasado, hoy día plagiada hasta el hartazgo (y mal, muy mal), fue algo doloroso, y producto de gran trabajo. Para Céline, la única escuela de la vida la da la muerte y sus socios: la ruina (la pobreza como elemento sine qua non de todo verdadero escritor); la persecución; el enfermizo dolor de la soledad… Cualquier intento de ocultar esas verdades atentaría contra el fin mismo de sus escritos transgresores.
Así, a sesenta años de su aparición, su ritmo abyectamente salvaje, vivo, continúa desacralizando viejas creencias. Si se le compara con autores de su generación, como François Mauriac, Georges Bernanos o Pierre Driu La Rochelle (otro escritor vinculado con el Régimen de Vichy), el supuesto “mal gusto”, “falsedad” e “impostura” del estilo de Céline, muchas veces resulta en sintonía con la pulsión absurda y hostil de nuestra realidad. Propongo, entonces, leer el libro como un antídoto contra la literatura pasatista, la literatura “cromo” (de la impostura, mentira), como bien rotularía el propio Céline.