Sarcasmo clarividente

Si bien la primera temporada de Black Mirror rompió esquemas y abrió una brecha en las retinas de los espectadores, la segunda, excava en el abismo. Los códigos, las prolongaciones ortopédicas digitales y las metamorfosis perceptivas de los humanos al fundirse con las nuevas tecnologías inmediatas, ubicuas y omnipresentes se convierten en las piezas del tablero. Los personajes, títeres vulnerados en su identidad, tratan de apelar al último reducto de humanidad, de inocencia bienaventurada, pero no…, no hay de eso.

Recordando la memorable Air Doll (Hirokazu Koreeda, 2009), pero en una  latitud mucho más gélida y sórdida, habita el primer episodio de la temporada. Intentar sortear a la muerte, el ineluctable final, siempre fue un sueño de poder. Pero la trascendencia a las leyes universales no va en este caso ligada al rejuvenecimiento sino a la reconstrucción post mortem de una identidad interpolada. Dada la gran cantidad de información digital que generamos durante nuestra vida a causa de la permanente y adictiva necesidad de notificar nuestros “estados”, recibir reconocimiento social y ser visibles como imagen de marca personal, un sistema desarrollado por una empresa logra “resucitar” a cualquier fallecido en forma de chat, robot telefónico y, finalmente, como persona física. A partir de ahí, se disfruta del conjunto de escalofríos que se sufre al tratar de lidiar con el extrañamiento que produce entrar en conversación e incluso en contacto físico con el yacimiento cognitivo de un ser amado. Todo un valle inquietante emocional.

El segundo capítulo es aún más terrorífico. El juicio social hiper-realista, avivado por las mil pantallas y por las mil grabaciones (cada individuo, una grabación) que vemos de forma cotidiana, llevados al paroxismo de la sátira. La tortura más vil que podamos imaginar, relacionada con el infierno en vida en la iconografía cristiana, de repetir una y otra vez el mismo martirio pero sin recordarlo, porque se utilizan fármacos para borrar estos recuerdos de corto plazo. Esta es la venganza social que recibe una “criminal mediática” para saciar la voracidad de carnaza del espectador-consumidor, co-protagonista del episodio, que asiste con indolente placer al espectáculo del horror humano, sin encontrar el más mínimo reparo en ello.

Para finalizar el tríptico, el tercer episodio pone en cuestión el asunto político, la indefensión ciudadana contra lo que no funciona, contra lo que no está bien. Sobre el cómo los posicionamientos transgresores, críticos y agudos por mordaces se convierten en líderes de opinión en las redes de pólvora. Tanta ligereza, frescura y desenfado se premian; por romper con lo establecido, por desafiar el pacto dominante. Ahora bien: la narración desvela la identidad humana que se esconde tras el avatar, define los límites de la ficción y enfrenta el discurso a su delicada autodestrucción. Incapaz de evitar aprovechar la oportunidad para cambiar las cosas, pero sin espacio real, ni conocimiento metodológico para hacerlo, el avatar cae en las redes del poder al que ataca, convirtiéndose en un producto de consumo mediático más, devorado por las calderas del barco al que inevitablemente pertenece.

Identidad en los tiempos del espectáculo informacional. Sarcasmo clarividente.