Los otros mundos de Friedrich Kiesler

La disciplina de la escenografía es uno de los secretos mejor guardados de las artes contemporáneas. Pese a no contar con grandes estrellas ni ser convenientemente reconocida por el público o la academia, lo cierto es que se trata de uno de los campos expresivos que más impacto tienen sobre nuestra vida cotidiana: eventos políticos, programas televisivos, pasarelas de moda, o incluso espectáculos domésticos de todo tipo (bodas, graduaciones, cualquier sacramento popular, incluso los shows de marketing empresarial…) deben gran parte de su capacidad de persuasión al ingenio con que hayan sido ideados sus escenarios: el decorado no es atrezzo ornamental, sino territorio experiencial. El pensamiento contemporáneo y su fascinación por la dimensión simbólica del ritual social se han servido de la escenografía como metáfora desde la que explicar los sutiles juegos de encantamiento colectivo que promueve la sociedad del espectáculo. El escenógrafo es entonces mucho más que un mero decorador de espacios imaginarios: su gestión del dramatismo es crucial para la expresividad de cualquier escenificación de lo colectivo, siempre entre lo doméstico y lo litúrgico.

La historia de este arte es paralela a la de la política y el teatro (¿valga la redundancia?), y su cúspide creativa quizás tuvo lugar en torno al equinoccio del siglo XX, edad dorada de grandes revolucionarios de la función teatral como Beckett, Brook, Grotowski o Brecht. Ante semejante genealogía no es de sorprender la riqueza y diversidad de la escenografía de vanguardia, uno de cuyos representantes más notorios es sin duda Friedrich Kiesler, cuya obra se expone muy oportunamente en La Casa Encendida de Madrid hasta el próximo 12 de Enero.

Más de uno se maravillará ante la profundidad y potencia visionaria de sus ideas y obras, tan adelantadas a su época como la de coetáneos mucho más reverenciados: su erudito proyecto estético prefiguró ideas que serán luego tan populares como la polidimensionalidad del espacio-tiempo vivencial, el dinamismo interactivo de los objetos escénicos, la disolución de la fractura entre elenco activo y espectador pasivo, o los efectos poéticos y políticos de la convivencia entre humanos y máquinas. Su ideario plástico estaba poblado de imágenes que evocan movimiento, interactividad, fluidez, un nuevo sentido de la cronicidad, a medio camino entre la sensata insolencia técnica de Buckmunster Fuller, y las visiones más dramatúrgicas de la escuela surrealista. Todavía optimista ante la capacidad transformadora del diseño como puesta en acto de la vida a través de la subversión de su espacialidad, al trabajo de Kiesler le subyace el aliento utópico muy característico de la epocalidad de la que nace, y sus formas remiten a un universo insólito cuya vocación era derribar los límites entre las Bellas Artes y los padecimientos mundanos y cotidianos de las comunidades a las que se dirige.

Su obsesión por la infinitud y el dinamismo del espacio-tiempo queda resumida en una de sus máximas más rotundas: “break the frame”, romper la concepción del escenario como una pantalla sobre la que se proyecte una realidad ilusoria, y sustituirla por la inmersión plena del cuerpo del espectador en la experiencia tridimensional y dialógica del espacio escénico, materializando la epifanía física antes que la catarsis sentimental. Del mismo modo que el pensamiento contemporáneo cuestiona la resbaladiza frontera entre realidad y ficción, el trabajo de Kiesler escenifica el Theatrum Philosophicum invocado por Foucault: el arte y la filosofía ya no reflejan ni simulan la realidad, sino que la construyen y amplifican. Lo real es indiscernible de nuestros modos de representarlo, y la hondura poética de la teatralidad viene de su recordatorio de que Hay otros mundos, pero están en este.