Las historias de Sarah Polley
El cine documental está demostrando tener en estos últimos años mucho más recorrido que el de ficción. Con mucha imaginación y valentía, varias películas de este género han conseguido llegar a donde, hace no tanto, parecía impensable: una Palma de Oro en Cannes (Fahrenheit 9/11; aunque siendo justos, Jaques Cousteau y Louis Malle la ganaron en 1956 con sus filmaciones submarinas), la recuperación de artistas olvidados (Searching for Sugarman) o el principio de la reconciliación de todo un país (The Act of Killing).
Sarah Polley, actriz canadiense –la inolvidable protagonista de My Life Without Me (Isabel Coixet, 2003)–, dirigió en 2012 Stories We Tell, un documental sobre su propia familia. Huérfana de madre desde los 10 años, Polley descubrió ya adulta que su padre biológico no era el que la había criado. En un brutal ejercicio de honestidad artística, la realizadora decide poner delante de la cámara a su padre, a sus hermanos y hermanastros, a amigos de juventud de su madre, a los distintos candidatos a ser su padre biológico y, finalmente, a sí misma. La acción sitúa al espectador como testigo según se sucede el proceso de investigación. Alternando las entrevistas personales, casi interrogatorios, con la voz de su padre narrando los hechos –no en off, sino directamente filmado en un estudio de grabación de sonido–, Polley va pasando, sigilosa, de detrás de la cámara y la mesa de mezclas al primer plano de la escena.
La virtud de Polley es transformar lo que podría haber sido una muestra de exhibicionismo en su contrario, como si le diera la vuelta a un calcetín. Cada miembro de su familia, ante la oportunidad –o más bien la exigencia– de sincerarse, opta por colocarse una máscara y actuar, a veces queriendo salirse de la historia y en otros casos tratando de adueñarse de ella. La verdad como hecho único y común es una quimera, la infinidad de versiones que vemos sucederse en la pantalla producen un caleidoscopio precioso, lleno de brillos y colores, que no hace sino obstruir nuestra visión.
Ya se sabe, la vida, “ese cuento relatado por un idiota lleno de ruido y furia, sin significado alguno”. Y en el caso de las sagas familiares, por varios idiotas. Pero… no tan rápido, aquí la que está contando la historia realmente es Sarah Polley, que está muy lejos de ser una idiota. Es más bien una artista muy dotada. ¡Y una buena embustera también, como gran actriz que es! Y es que para el engaño también hay que valer, como le decía al final de Smoke Paul Benjamin (el personaje de William Hurt) a Auggie Wren (Harvey Keytel). La escena era más o menos así: Paul y Auggie están en una cafetería. Auggie, con mucho arte, le está contando cómo consiguió su cámara de fotos. El relato está lleno de detalles y magia, con flashbacks a aquella casa en la que una señora mayor ciega le tomaba por su nieto. Después de que Auggie haya terminado, Paul se queda pensando… y al cabo de un segundo le dice a Auggie:
— La mentira es un verdadero talento, Auggie. Para inventar una buena historia, una persona tiene que saber apretar todos los botones adecuados. Yo diría que estás entre los maestros.
— ¿A qué te refieres? –se defiende Auggie, con cara de pillo más que de ofendido–.
— Bueno, ya sabes… es una buena historia.
Auggie le mira a los ojos con una sonrisa pícara.
— ¡Mierda! Si no puedes compartir tus secretos con tus amigos, ¿qué clase de amigo eres?
— Exacto. La vida no merecería la pena, ¿verdad?