Ryoji Ikeda. Lo sublime y lo insignificante

La utopía de la sociedad de la información y su promesa de emancipación mediante el acceso universal al conocimiento, insinúa como su reverso tenebroso una Babilonia en la que la sobreproducción de discursos indescifrables desemboque en una cacofonía estruendosa y opresiva. Mientras Paul Virilio o Zygmunt Bauman auguran oscuros presagios para una civilización asfixiada en la circulación histérica de relatos contradictorios, otros ven en el ruido blanco de los mass media la oportunidad de un insólito recreo sensorial: el truco consiste en radicalizar la indiscernibilidad de la masa de información flotante a nuestro alrededor, abordándola como paisaje estéril pero embriagador, un puzzle bellamente irresoluble, una panorámica indeterminable cuya enseñanza radica  paradójicamente en la ausencia de todo sentido, en el meticuloso vaciado de cualquier significación posible. Ahí nace el pasmo sensorial que produce el trabajo de Ryoji Ikeda, el artista más emblemático del minimalismo abstracto contemporáneo.

Su proyecto estético busca subvertir la mirada mediante la anulación de cualquier significado para la nube de información que nos envuelve: la abstracción busca la Verdad de las cosas en su coseidad desnuda, en la fisicidad neutra del dato descontextualizado. Postula por tanto la primacía de la intuición frente al raciocinio, investigando el acceso a la realidad desde lo sensorial inmediato, en anterioridad a toda elaboración intelectual. La sensación pura, en su insignificancia, nos habla en un idioma secreto hecho de formas, ritmos, pulsaciones, latidos, alineaciones, con la musicalidad hermética con que se percibe un idioma extranjero.

Ikeda intenta situar al espectador en posición de extranjería respecto a la sociedad de la información, aturdiéndolo en la exposición a masas abstractas de timbres y destellos que, en su misterioso patronaje, son aprehendidas mediante el cuerpo y ya no con el intelecto: es inútil buscar en sus instalaciones cualquier intencionalidad narrativa, representatividad o enunciados alegóricos de ningún tipo, pues su pirueta consiste en descodificar el dato como mero estímulo para los sentidos. Ante la presencia de lo indiscernible, el espectador accede a ese sobresalto del espíritu que Kant denominaba “lo Sublime”, o la rendición ante cierta grandiosidad de lo incomprensible.

La serie Datamatics busca entonces traducir a una lengua muerta el paisaje informativo que nos rodea: ante la imposibilidad de encontrar sentido en la escombrera de código binario que desborda la sociedad-red, la liberación pasa por abandonarse al sobrecogimiento de la belleza muda de sus formas, su sintaxis sin contenido semántico. La sincronía exacta de lo visual y lo acústico, la cancelación de cualquier atisbo de figuralidad, la sucesión pautada de códigos algorítmicos sin dirección ni objetivo, y el enrarecimiento de la escala espaciotemporal cotidiana, visibilizan un mundo impenetrable y opaco en el que gráficas geométricas de abscisas y ordenadas funcionan como un Veláquez, los zumbidos de un ordenador como una sinfonía de Beethoven, las superficies planas y monocromas como la escenografía de un ballet mecánico que pone a danzar nuestro sistema sensomotor. El baile, acompasamiento carne-máquina, es la comunión final con el  flujo de datos en nuestro contorno,  y cuyo contoneo activa pulsos, secuencias, movimientos.

Participar de la experiencia Ikeda requiere por tanto la suspensión temporal del raciocinio: entrar en su obra exige aceptar que no significa nada, que el éxtasis termina allí donde comienza el sentido, como en la vieja ciencia de la Meditación. Sus juguetonas composiciones (falsa ciencia y falso arte conceptual), seducen como un televisor sintonizando un canal muerto, el ritmo sincopado de la impresora de un fax, la extraña musicalidad del discurso de un alien: la sublime insignificancia del dato flotando a nuestro alrededor, una Ópera extraterrestre cuyo libreto estuviese encriptado en hermético código binario.