Liu Bolin. Sin avatar
Quizás sorprenda a muchos saber que la palabra “persona” era originalmente el nombre que recibían las máscaras teatrales etruscas: es un concepto escenográfico que define al ciudadano como actor protagonista de ese carnaval perpetuo que es la convivencia en sociedad. La personalidad –el ejercicio del ser persona— es entonces el registro bio-gráfico de nuestras vivencias y potencias, una piel en movimiento cuyos pliegues y claroscuros ilustran la negociación entre nuestra individualidad y el mundo: la máscara más o menos real que la vida ha dispuesto para nosotros. Occidente ha magnificado siempre el humanismo personalista, instaurando a la Persona como el sujeto natural del derecho, la afectividad, la dignidad y la salud. Nuestra persona no nos pertenece: se constituye en la mirada fiscalizadora del Otro.
Las fotografías de Liu Bolin inquietan por la misteriosa invisibilidad de sus protagonistas, carentes de cualquier rasgo de personalidad reconocible, habiéndose camuflado hasta resultar indiferenciables de su medio ambiente. Una figura que desaparece sobre un fondo puede estar protegiéndose si nos considera agresores, o acechándonos si nos considera presas: en ambos casos observa sin ser observado, y la impersonalidad de su silueta le otorga la fuerza del anonimato. Bolin ilustra la máxima “devenir imperceptible” promulgada por Deleuze y Guattari, estrategia crucial para la disidencia contemporánea, que frente a la codificación e indexado social a los que nos somete “el sistema” opone la fuga por la vía de la desaparición. El Don Nadie ya no es un marchito y dúctil hombre sin atributos víctima de la sociedad de consumo, sino también un radical libre que se asocia en enjambres invisibles y disloca al poder gangrenando sus articulaciones. El megaloscopio panóptico del Ojo Que Todo Lo Ve imperial resulta inútil cuando los vigilados desvanecen su cuerpo en la transparencia: en el viejo imaginario tebeístico, superhéroes y supervillanos se enmascaran camuflados en la muchedumbre. Clark Kent era una máscara, un mero avatar.
En una de sus imágenes más poderosas, el impersonal ciudadano-camaleón de Bolin se mimetiza con las butacas de una platea: una fotografía espectral que poetiza una de las esencias más características del hombre contemporáneo: la de ser espectador. A través del egotismo narcisista propiciado por las redes sociales (con su imperativo tácito de convertir nuestra biografía en una historia digna de ser contada, y contemplada), ese espectador participa como actor, pero ya no persona: en la red, la personalidad se transubstancia en la forma de un avatar. La imagen de Bolin en un anfiteatro parece sugerir una perversa subversión del mandamiento contemporáneo de la sobre-exposición del Yo: su protagonista ha eliminado su foto de perfil substituyéndola por una piel transparente. Deviene un observador fantasmagórico, por cuanto no puede ser observado. Los Situacionistas intentaron desmantelar la Sociedad del Espectáculo mediante la exposición de sus sortilegios de dominación, la toma de conciencia de las imposturas de la Verdad mediática. Baudrillard, en su pesimismo, dio por perdida esa batalla: el mundo es ya irremediable y plenamente mascarada, simulacro, espectáculo. Fuera de Matrix no queda ya nada.
En línea con los modernos activismos del anonimato, el trabajo de Bolin parece sugerir una vía alternativa a la espectacularización de la vida cotidiana y el personalismo histérico de las redes sociales: conservar el perfil, eliminar el avatar. Sin rostro, sin nombre, sin pasado y sin ubicación, su misterioso hombre invisible recorre con cautela el flujo universal de circulación de signos, atrincherado en la sombra desconcertante de un vigilante que no puede ser vigilado, empoderado mediante la infinita potencia de lo irreconocible. La estrategia del camaleón, la imperceptibilidad como exigencia revolucionaria en un mundo que se ha quedado sin extramuros.