Caníbal

Carlos (Antonio de la Torre), es un sastre soltero vive su vida tranquilo, de una manera rutinaria. Su trabajo copa su jornada. Y todo discurre con normalidad en su vida. Salvo su nevera, que solo contiene carne. La cámara nos muestra cómo come esa carne, cómo la mastica y la engulle, de una manera milimetrada, como degustando y saboreando cada fibra, el sabor, como apoderándose de esa materia. La realidad se trastoca cuando conoce a su nueva vecina, Alexandra (Olimpia Melinte), una atractiva rumana recién llegada a Granada que se dedica a los masajes y practica técnicas como el shiatsu o el reiki. Le pide ayuda para denunciar una disputa familiar con su hermana gemela. Y desaparece. La hermana, Nina, preocupada, acude a pedir ayuda a Carlos. El novio de ella hace acto de presencia…

Bajo una apariencia exquisita –siempre elegante, impoluto y excelentemente vestido–, Carlos oculta esa personalidad subyacente, tenebrosa, que necesita salir a flote en situaciones concretas. De un hombre sin padres, ni familia. Su vida social se reduce al trato y algún almuerzo con una señora costurera (presumiblemente amiga de sus padres). Y sin mayor compañía que la radio: los informativos y la música clásica. Martín Cuenca quería poner un acento de aparente normalidad en el hombre solitario, muy profesional en su oficio, soltero, correcto, para mostrar que esa apariencia a veces esconde una realidad cruel, morbosa y asesina, que trasgrede los  límites de lo humano y se adentra en la aberración, en lo ingrato, en lo salvaje.  El hombre que come a otros hombres.

Una película con una excelente fotografía, incluyendo la foto fija, que no es de extrañar que fuese premiada en el pasado Festival de San Sebastián. Con un Antonio de la Torre espléndido, y Olimpia Melinte, poderosa, radiante y captando la esencia de sus dos papeles (Nina y su hermana gemela). Una película que pone el acento sobre la normalidad y los límites del bien y del mal, sobre la imagen que tenemos de los demás. Sobre la personalidad salvaje y malvada.

El personaje creado por Martín Cuenca, basado en un relato corto de Humberto Arenal, es de una frialdad apabullante, con una mente calculadora que perpetra sus acciones con meticulosidad. Eligiendo los momentos, desde la calma. Hasta que aparecen signos de flaqueza. Nadie es de piedra. Pero las rutinas pueden volver de nuevo a su lugar. Las tomas se alargan buscando esa tensión dramática, tejiendo la cuerda hasta romper la cuerda, sosteniendo los detalles que aquí sí son relevantes: la playa y la montaña como contrastes de escondites, de lugares alejados de la gente; la Policía siempre a destiempo y alejada de los sucesos; la iconografía de la Semana Santa granadina en paralelo a la barbarie, el calvario, las imágenes públicas y las tradiciones populares. Y un desenlace final que nos deja con símbolos, dudas y la carne fresca.