Soy un monstruo
Deambulo, con gesto compungido, por las cuatro esquinas de mi diminuto apartamento arropado en una sábana que aún conserva su olor. Sobre la mesa, una botella, un vaso vacío, sucio, y un paquete de tabaco. Estoy desorientado, abstraído, abandonado. César me ha dejado sin más: dice que ya no me quiere (“Se ha acabado. Ya está. Asúmelo, Antonio”). Después de tantos años… Nos amábamos con pasión, con franqueza, en libertad… Y no solo compartíamos nuestro amor, sino también nuestro arte: sus fotografías, mis performancias. Una relación perfecta, se podría decir. Pero, ahora… ¿Qué ha pasado? ¿En qué me he equivocado?
No solo me ha abandonado, sino que además me niega la posibilidad de mostrar este acuciante dolor que me abrasa por dentro. Dice que no quiere que le monte una escena, me ruega que me comporte (“Antonio, por favor, no empieces otra vez”). Y me cuesta aceptarlo. Me siento paralizado, petrificado por su voz, tan lejana ahora. Pues él ya es solo una voz, una voz que ya no puedo acariciar, besar. Más que una voz, un eco que resuena dentro de las paredes de mi cráneo (“Antonio, por favor”, “Antonio, por favor”, “Por favor”, “Por favor”).
Lo veré por última vez cuando venga a recoger la maleta con sus cosas y despedirse. Despedirse… (“Civilizadamente, Antonio”). Será el momento de demostrarle que se equivoca: que soy como él quiere que sea, que soy una persona razonable, que lo amo de verdad, que nadie lo ama como yo. Esto es lo que haré: seré agradable, amable, sonreiré, le mostraré cariño, madurez, estaré tranquilo. Le demostraré que se equivoca. ¡Sí, eso! No puedo fallar. Él me ama en realidad: mira estas fotos, mira cómo nos abrazamos, cómo nos queremos. (“Antonio, ¿has ido a recoger las fotos que llevé revelar?”). Su pecho es mi único hogar… ¡Ay! ¿Qué voy a hacer sin él? Espera, me voy a fumar un porro para relajarme, para pensar mejor…
¡El teléfono! ¡Es él! ¿Sí? “Hola, Antonio. Pasaré mañana por la tarde por tu casa”. Muy bien, César. Ya tengo tu maleta preparada con todas tus cosas. “¿Todo?” Sí, César, ya está todo listo. “Bueno, mejor, porque solo tengo tiempo para pasar un momentito”. Pero… Pero, César, me dijiste que… “Es que estoy muy ocupado”. Bueno, pero quédate un rato y charlamos un poco. Así me cuentas… “Antonio, por favor…” Sí, perdona, César, tienes razón. Ya me calmo. Nada, ni siquiera me permite explicarle mi desazón, mi desolación, mi desgarro. Él continúa con su vida. Parece que lo ha superado rápido. En cambio, yo…
Pero este no soy yo. O mejor: soy un yo alienado. El amor me ha oscurecido. Le he fallado: no lo merezco. Me ha arrancado el alma. Soy un cuerpo desnudo, vacío de espíritu, inerme, sin voluntad. Pura materia moldeable por unas manos cualesquiera, salvo las de César. Me he transformado en algo refractario, ciego, deforme (Roland Barthes: “De patético, siento transformarme en monstruoso”). Debo construir mi nuevo yo: con los huesos pelados de un cerdo, con su careta, resucito en mi cuerpo al cerdo. Pues le resulto insoportable a mi amado… ¡Otra vez el teléfono! Es él de nuevo. No lo cojo. ¿Para qué? Mi voz ya no es mi voz. En realidad, mi voz es la otra voz.
En La otra voz, proyecto de La Saraghina de Stalker, inspirado en La voz humana de Jean Cocteau, el director extremeño Manuel De se zambulle en el abismo de la existencia mediante el análisis del sentimiento de abandono y su expresión artística. De este modo, la obra integra como elementos indispensables imágenes de vídeo, música (Letal Delirios) y una performancia, elementos que crean una atmósfera turbadora y claustrofóbica necesaria para que el único actor que aparece en escena pueda desplegar el mapa completo del desarraigo. Pues, sin duda, lo más destacable de este trabajo es la extraordinaria actuación de Georbis Martínez (Antonio), quien asume la responsabilidad de la representación con el único contrapunto de la voz en off de Gabriel Moreno (César) y realiza sobre el escenario una sobrecogerá performancia.