El contraste desnudo

Austria. El contraste desnudo, grotesco y mordaz puede llegar a quemar, a descamar la piel de quien se aventura a adentrarse en él. Es un poco lo que pasa en Paraíso: Amor (Ulrich Seidl, 2012), en la que partimos de una celda de una colmena occidental, un piso en el que no hace falta más de dos escenas para revelar la profunda incomunicación que padece una madre de familia con su hija. Desajustes contemporáneos en el que la presencia de las mil pantallas comunicativas y la carencia de espacios y de imaginarios comunes van aislando a los miembros de las familias hasta llegar a convertirlos, en algunos casos, en compartimentos estancos que forman parte de un decorado compartido y cuya función es coleccionar en su interior rutinas y compromisos no deseados.

Al romperse muy pronto y de forma brusca esta claustrofóbica atmósfera, que sólo se atisba de forma muy sucinta, el espectador no advertido de qué película ve, coge una buena bocanada de aire. La madre de familia decide hacer un paréntesis en su ponzoñosa vida y coge un vuelo junto a unas amigas a un país africano: Kenia. La propia cartela de la peli en ese instante: “El paraíso”, y los colores cálidos y vívidos propios del sur ayudan a despertar esta esperanza. Pero pronto nos damos cuenta que la claustrofobia  que da la bienvenida al film va en aumento y es porque no depende del espacio en el que habite la protagonista, sino de su mundo interior, que se apodera de la acción en todo momento.

Deseosa de atraer la atención de alguien sobre ella ante la total falta de amor en su vida diaria, preferentemente del sexo masculino, zigzaguea en la cáustica parodia que plantea la cinta. Y decimos parodia por el tono sarcástico del tratamiento visual, cargado de planos fijos vibrantes que mantienen la mirada del espectador para invitarlo a reflexionar sobre lo planteado, de una forma que recuerda al cine documental. La señora se ha apuntado a un safari, pero no para ver animales, sino para cazar amantes. La puesta en escena teatral está servida: la turista occidental, símbolo del bienestar económico y, sobre todo, fuente más que probable de dinero con el que poder acallar por un momento las acuciantes necesidades vitales de los habitantes de la zona, comienza su travesía. Y aquí, el contraste desnudo que hablábamos al principio se vuelve corrosivo. Ella busca autenticidad y sinceridad en sus encuentros sexuales, ciega ante la cruda realidad diaria de los lugareños que se acercan a ella con la intención de sacarle el máximo número de billetes de la cartera. La peli nunca varía el punto de vista de la turista, así que nos hace cómplices de ese “lado”, desde el que se cruzan las “vallas humanas” que separan el complejo hotelero del pueblo real y desde el que se esquivan los mil y un anzuelos que ofrecen mercancías y servicios (kafkiana y plástica secuencia en la que motos, bicis y carromatos de transporte le cortan el paso incesantemente ofreciéndose). Mientras tanto, los hombres del lugar “esconden” sus verdaderas necesidades y muestran un deseo un tanto rústico hacia la señora austríaca.

Llevando a cabo una suerte de escuela del amor, la turista trata de adiestrar a sus amantes pero en ningún caso entra en sus dimensiones sociales, más bien, anda sin ver entre un mar de personas que se ofrecen a su encuentro. Asistimos a un choque de necesidades atroz, en el que la ligereza caprichosa queda groseramente expuesta frente a un contexto en el que las necesidades vitales son la única trama. Pero lo vemos desde los ojos de quien sólo tiene ojos para sí. Ese compartimento estanco racional e hiperfuncional en lo cotidiano, venido de Austria, se llena de un combustible corrosivo y autodestructivo, que le impide mimetizarse con su alrededor y empatizar con algo. En el fondo se trata de una caricatura de nuestra sociedad hiperdesarrollada llevada a África, cuya sobreabundancia material redunda en la más profunda confusión emocional. Y consigue desesperarnos ante el contraste desnudo.