El anarquista que se llamaba como el autor
Imagínate que eres un joven escritor con un nombre no muy original (digamos Pablo Martín Sánchez) y un buen día te dedicas a realizar algo tan común como teclear tu nombre entrecomillado en Google, lo que se ha venido a denominar un poco pomposamente con un gerundio inglés (¡cómo no!): egosurfing. Lo normal es que, aparte de ti (solo hace falta tener un perfil en Facebook, Twitter o cualquier otra red social; no te preocupes, estimado lector de El Blister, no hay que ser famosete), te encuentres un montón de gente anodina de ambos lados del Atlántico, viva o muerta (para el caso…). Ahora que también puedes empeñarte arduamente en la tarea y toparte con algún tocayo interesante. Por ejemplo, imagínate que albergas veleidades ácratas y resulta que dicho individuo es un revolucionario anarquista implicado en una intentona de rebelión armada cuyo objetivo fue derrocar la dictadura de Primo de Rivera. Te dices: “¡Hey, eso podría acabar en novela!”
Dicho y hecho. Te lanzas a documentarte como un poseso y lo que vas hallando es más que prometedor: calderero vizcaíno (de Barakaldo, para más señas), sindicalista activo, relacionado por la autoridad con actividades armadas contra la patronal, exiliado en París (donde también se encontraban a la sazón Durruti, Ascaso, García Oliver, Unamuno, Blasco Ibáñez, Ortega y Gasset…), participante en una incursión revolucionaria a través de los Pirineos cuyo fin era alzar en armas a la población contra el infame dictador, capturado por la Benemérita en Vera del Bidasoa (esto es, nada más poner el pie en España), encarcelado en la Prisión Provincial de Pamplona, condenado allí mismo a muerte en consejo de guerra por un tribunal militar y agarrotado en la plaza pública. ¿Qué si hay novela? ¡Ya te digo!
Como es lógico, enseguida empiezan a aparecer problemas: no existen testimonios personales sobre el tal Pablo Martín Sánchez cuando, por descontado, uno desea profundizar en su personalidad, explicarse cómo pudo acabar así, contar su vida; es más, la susodicha tentativa revolucionaria estaba condenada al fracaso desde el principio, pues, evidentemente, no solo fueron enviados al martirio por sus líderes (lo cual no deja en muy buen lugar a los celebérrimos Ascaso y Durruti), sino que también la conspiración era conocida (si no incitada) por agentes secretos del propio régimen, ávido de presentarse ante los españoles como garante del orden (vamos, que a todas luces no eran más que una panda de pringaos); y, por supuesto, está la construcción de la intriga, puesto que el lector, que también tiene acceso a Google, probablemente sabrá desde el principio el final de la historia (a ver, no seamos ingenuos: ningún ignorante redomado se lee un tocho de 600 páginas).
Nada irremediable. En definitiva, uno es un ferviente amante de Borges (si no, a cuento de qué viene haber publicado un libro de relatos titulado Fricciones) y de la literatura vanguardista francesa de los 60 (por algo habrás escrito una tesis sobre el Oulipo, digo yo). Además, ya tenemos todos asumido que los límites entre realidad y ficción resultan sospechosamente confusos, así que ¡a difuminarlos aún más! Para empezar, te inventas un personaje (Teresa, la sobrina nonagenaria de nuestro protagonista) que te provee de todo tipo de información que justifique un conocimiento detallado de su vida. A continuación, conviertes a este en un antihéroe, un buen sujeto acosado por las dudas y las preguntas existenciales que termina convirtiéndose en víctima de quienes no tienen ni dudas ni preguntas ni escrúpulos. Y, para concluir, creas dos tramas alternas: la primera (cuyos capítulos llevan numeración romana), que transcurre a lo largo de 1924 (el año de la expedición), relata el motivo central de la novela, esto es, la preparación y la realización del proyecto revolucionario; la segunda (con numeración arábiga), que arranca con el nacimiento de nuestro entrañable anarquista en el ocaso del siglo XIX hasta confluir con la primera en el año de marras.
Y ya te puedes poner a embrollarlo todo. Puedes… no sé, por ejemplo, hacer algo más que encajar la ficción en la realidad: puedes exagerarla metiendo al personaje en la primera sala madrileña donde se proyectó cine (asustándose del tren que se dirige hacia el espectador y todo) o poniéndolo a atentar contra Alfonso XIII por amor. También puedes, ¿por qué no?, revelar el lado documental de la novela soltando inopinadamente datos sobre la época encontrados por aquí o por allá (como el número de víctimas de la gripe en España en tal o cual año) o sacando a un maestro franco-ruso del ajedrez dando clases a nuestro Pablo en mitad de una travesía en trasatlántico con destino a Buenos Aires. Asimismo, eres libre para echar a volar la imaginación a la hora de crear personajes, como ese topo de la policía infiltrado en la cuadrilla revolucionaria que es una especie de dandy cocainómano. Y, ya puestos, vamos a hacer un repaso al anarquismo de la época (ya mítico) arrastrando al protagonista por toda España: casi lo pilla el atentado de Mateo Morral en Madrid, corre delante de los soldados en la Semana Trágica de Barcelona, etc. Llegados a tal punto, también puedes poner en boca del mismísimo Durruti la moraleja del libro: “Una revolución se puede hacer sin héroes, pero no sin mártires”.
Bueno, ahora ya no eres el autor. Ahora imagínate que te ha molado el rollo que te he metido antes, te pillas el libro, lo abres y te pones a leer. Tras el prólogo, quizás te esperes una intriga similar a la de Soldados de Salamina de Javier Cercas, aunque no tardarás en desengañarte: esto es un novelón de largo aliento con trazas clásicas. Pronto te sumergirás en la lectura, pues el autor, que asume sin más la tarea del narrador, es un notable prosista y conduce el relato con talento. El tal Pablo te resultará un poco cargante, ya que lo presenta como demasiado buen chaval, un tanto plano y con aires de héroe romántico, lo cual te escamará un poco, ya que uno se espera un poco más de enjundia en alguien que entra en el país clandestinamente, fusil en mano y dispuesto a liarse a tiros. Sin embargo, te encantará el reflejo de la época: la descripción de los ambientes anarquistas, la excelente reproducción de la vida de principios del siglo XX (con cierto regustillo casposo al estilo de Instagram) y las reflexiones políticas, sociales e ideológicas (esto en el caso de tú también vayas de ácrata por la vida). Y harás bien en continuar la lectura, pues, a partir del inicio de la alocada empresa, la novela empieza a cobrar un nuevo impulso y transmite una emoción auténtica que crece ante lo absurdo de los acontecimientos y la certeza (sí, amable lector, la vileza es implacable) de que nuestro amigo va a ser ejecutado sin remedio.
Pablo Martín Sánchez, El anarquista que se llamaba como yo, Acantilado, Barcelona, 2012, 614 páginas.