1948, Yoram Kaniuk

Con 17 años Yoram Kaniuk se unió como voluntario al Palmaj, un grupúsculo de resistencia a la ocupación británica que acabó convirtiéndose en el cuerpo de élite de la Haganá cuando comenzó el primer enfrentamiento bélico entre árabes e israelíes, aquel que arrastró a la muerte a toda una generación de jóvenes descendientes de emigrados de las primeras oleadas del movimiento sionista. Los sabras, los judíos nacidos en Eretz Israel antes de 1948, serían también los primeros en morir en esa tierra.

En alguna ocasión ya había contestado preguntas sobre su participación en la mitificada Guerra de la Independencia, pero convivió sesenta años con sus pesadillas hasta que, cerca ya de convertirse en octogenario, decidió aceptar que ciertos hechos del pasado no caducan nunca. Así, con la vida deshilachándose y la memoria ávida de liberar cargas difíciles de acarrear al otro lado, Kaniuk se sentó en su escritorio y extrajo todo lo que pudo de aquel año en que jugó a ser soldado y acabó participando en la creación de una nación. 1948 fue el primer libro de no ficción del escritor, aunque él mismo ha repetido en entrevistas y en el mismo prólogo que no debe ser tomado como un documento histórico (en muchos momentos, refiriéndose a un acontecimiento concreto, duda de la veracidad de lo que está contando y se pregunta si las cosas tal vez ocurrieran de otro modo).

1948 no es un acto de expiación ni sirve al autor para justificar acciones cuestionables, aunque sí existe una clara intención redentora en la línea de esa tendencia autocrítica que ha comenzado a brotar en Israel en los últimos años y que está ayudando al país a encontrar su propia dialéctica (quizá Waltz with Bashir sea el exponente más claro). Pero más allá de este apunte, interpretar la obra en términos políticos o morales es irrelevante frente a la altura y la potencia de lo que en ella se cuenta, que no es ni más ni menos que la imposible aventura de un adolescente en un campo de batalla que queda a un cuarto de hora de casa de sus padres y bastante más lejos de su inocencia. Cada reflexión es tan honesta que intimida. Cada episodio –y hay muchos inolvidables– tiene una carga profundísima de significado y verdad: la amistad instantánea en los campamentos y en el frente, el amor confinado a los periodos de permiso, la rabia de las madres árabes, la Jerusalén sitiada o la imagen vívida de las casas abandonadas por los refugiados. Y, planeando por encima de todo, la lucha continua por preservar la más mínima expresión de belleza que asoma entre las ruinas.

Tal vez sea la edad del escritor; tal vez la guerra obligue a limar el estilo de la escritura hasta el hueso; o tal vez el hebreo, su léxico, esté directamente conectado con lo esencial, pero hay algo en el libro que remite al lenguaje primigenio del Antiguo Testamento, a la tierra castigada por el sol, a la vida sencilla y brutal, a los sentimientos depurados de sentimentalismo.

* El pásado junio falleció Yoram Kaniuk, tres años después de la publicación de 1948. En la imagen, el escritor en Nueva York, a donde viajo nada más terminar la guerra para probar suerte como pintor y huir de lo que acababa de sucederle.