Vijay Iyer Trio en Madrid

Volvía a Madrid Vijay Iyer después de su concierto en el Auditorio Nacional el pasado mes de febrero. Dos noches en la Sala Clamores con su trío, aunque esta vez con Tyshawn Sorey a la batería en vez de Marcus Gilmore.

Uno de los pianistas más importantes del momento, en 2010 su album Historicity fue disco de jazz del año para Downbeat, el New York Times o el Village Voice, ganó el Echo Award en Alemania y fue nombrado músico del año por la Jazz Journalists Association. Su creación más reciente, Accelerando (2012), es otra joya, más calmado pero igual de creativo que el anterior. Poder verlo en un club es uno de esos lujos que nos concede el ser un país que vive de espaldas a la cultura.

No es Iyer un músico fácil. Sus canciones no utilizan motivos melódicos evidentes, ni a veces siquiera tramas. Ha sido comparado con Cecil Taylor, pero todo lo que es pulsión en este, en Iyer es más una búsqueda o un juego preparatorio; tampoco es un obsesivo creador de mantras como Steve Coleman, con quien ha trabajado y es también relacionado. Como demostró en el directo, sus temas solo necesitan partir de una sensación, por ejemplo un riff desordenado sobre una estructura rítmica repetitiva, para después comenzar a abrirse como una flor. Al principio parece estar probando distintos caminos por donde desarrollar el discurso. A veces encuentra una dirección clara, camina un rato sobre ella, va creciendo hasta crear una bola de energía, y de repente, una fractura, desaparece el piano. El contrabajo planea un rato por ahí. Una mirada. Y regresa Iyer para coger las riendas y llevarnos a otra parte. Da un par de vueltas exploratorias, se pierde, luego vuelve a tocar una sombra del riff inicial. A todo esto, no sabemos si Crump y Sorey están acompañándole en el camino o le siguen a distancia tratando de anticipar sus movimientos para no perderle. Unos minutos más tarde –o segundos quizás, porque la percepción del tiempo se ha deshecho hace rato– el tema se ha agotado. Hay una pausa sostenida por una tecla intermitente en el piano, un momentito para coger fuerzas, lavar la ropa o sacar dinero en el cajero. Pero esa nota flotante, que ahora se prolonga más de la cuenta, que llama con insistencia, es en realidad el principio de otra canción que está empezando a coger inercia, a tomar forma, a propagarse. No hay transiciones, todo es una transición.

Uno de los mejores momentos se produce con The village of the virgins, una pieza de Duke Ellington perteneciente a una suite creada para acompañar un ballet de Alvin Alley. Es la canción que cierra Accelerando. Un extraño guiño a una obra no muy conocida de un compositor clásico, aunque indagando descubrimos que está entre los favoritos de Iyer. La sala se carga de electricidad, el movimiento orbital de la canción de Ellington nos arrastra a todos, los bajos del piano retumban como una orquesta entera con una potencia que no existe en el disco. Llega el puente, un respiro para preparar el ambiente antes de empujarnos de nuevo al círculo mágico.

Después, una canción más. O dos. El concierto no concluye, queda suspendido en el aire. En el bar, el recuerdo pasajero del aplauso colectivo. El disco firmado encima de la barra. Un instante de calma. Y entonces, desde lejos, el sonido volviendo, el ritmo febril de la caja y el charles acercándose. Después, tres notas brillantes esparcidas por encima. Los martillos del piano golpeando suave. Las cuerdas vibrando, la música desplegándose.