Renacimientos

¿Y si estuviéramos ocupando el cuerpo de otro en esta vida? ¿Y si no fuéramos más que luces propias que nos vamos alojando en cuerpos provisionales en cada una de las vidas que nos tocan vivir? ¿Y si las intuiciones profundas que sentimos en ocasiones estuvieran provocadas por la experiencia inconsciente adquirida de otros periplos vitales? Estas son algunas de las preguntas que ondean con fuerza en la película de anime japonesa Colorful (Keiichi Hara, 2010).

El relato arranca en un cielo un tanto sórdido, en el que espectros sin rumbo se concentran a la espera de una siguiente etapa existencial. Sólo aquellos que deban resolver un pecado terrible volverán a la tierra, sin saber qué buscan enmendar y materializados en el cuerpo de otro. Ante este panorama, el niño protagonista, tras de descender de las alturas y retornar a la dimensión terrestre, asume la identidad del hijo pequeño de una familia de clase media de un barrio convencional. La situación es grotesca porque no conoce a nadie realmente aunque para sobrevivir deba fingir constantemente que todo es perfectamente natural. No sabe dónde esta su habitación, qué comida le gusta, ni qué opina de las cosas. No sabe quién es el ser del cuerpo que ocupa y de poca ayuda le sirve una voz de la conciencia suprema que representa una niña, la misma que lo recibió en el cielo y que aparece de tanto en tanto para rememorar su extraviada situación al renacido.

¿Acaso no es esto lo que nos sucede cuando nos transformamos en vida, cuando morimos para renacer? ¿Cuando hemos mutado por dentro ante cambios profundos de nuestra manera de percibir y de mirar, pero permanecemos ocupando el mismo contorno de piel por el que somos reconocidos? Resulta terriblemente agotador llevar un disfraz de otro que no puedes arrancarte al finalizar el día, que no sirve de divertimento carnavalesco que alivie las tensiones del yo, sino que es algo parecido a una cárcel de fuego, abrasante por dentro y desconcertante por fuera. Como un molusco que pierde su concha y busca otra en la que refugiarse, pero que ya no cabe por el agujero que lleva a su refugio subterráneo.

Por si fuera poco, el niño reencarnado ocupa el envoltorio de otro joven que se quitó la vida pero volvió milagrosamente a respirar cuando se le daba por muerto en el hospital. Sus padres, descompuestos por la carga trágica de su responsabilidad, redoblan sus esfuerzos por conciliar las emociones de su hijo. Pero está muy cambiado, apenas le reconocen. Su niñito es otro pero, ¿quién?

A partir de aquí, la película fluye valle abajo, en un río de reencuentros luminosos del niño con sus recuerdos perdidos. También de hallazgos frustrantes que nunca dejaron de existir. Y desentraña, poco a poco, la maleza de lo que no deja ver la extrañeza del que mira desde otro centro, un nuevo centro y que no será el último. Algo así como componer un mural poco a poco, coincidiendo con el alejamiento progresivo de la cara del observador de la pared. Con los ojos pegados al mural, apenas se adivina algún detalle irreconocible y un todo desenfocado. Recuperando el punto de vista y alejándose del muro, se percibe el todo integrado.

La única baliza: la huidiza intuición que aplasta progresivamente la ridícula tentación de reproducir los pasos de otro. Que ya no es. Y ese resulta ser el secreto, la enseñanza…