La librería del BOE
Las librerías y las iglesias tienen muchas cosas en común. Están las grandes catedrales a las que acuden los peregrinos desde muy lejos (se me ocurre Lello en Oporto); hay parroquias de tamaño mediano en provincias, pulcras y orgullosas; luego están las ermitas en los pueblos o las capillitas de barrio, adonde se acude a buscar paz interior en la costumbre de las estanterías y la voz balsámica del librero de toda la vida.
El lugar de la foto está en la calle Trafalgar de Madrid. Casí más un espacio de una película de Kubrick, la librería del BOE no encaja en ninguna de las categorías anteriores. Se trata de un templo más bien pagano, o la sede de una secta cientificista. En ella se encuentra el catálogo bibliográfico de publicaciones editadas por administraciones de todo tipo: ministerios, comunidades autónomas, organismos internacionales, municipios, etc. En sus estanterías se puede uno tropezar con premios de un concurso de relatos de un pueblo murciano, informes etnológicos de comarcas castellanas, reglamentos jurídicos sobre el uso de calderas en edificios históricos, la constitución de Cádiz de 1812 o un estudio de la expedición de Malaspina.
Es fácil caer en la tentación de pensar que todo el saber humano será digitalizado. Que la gran librería del mundo estará a nuestra disposición a golpe de click. Que todo cuanto se ha estudiado e investigado sobre un determinado tema quedará registrado en una inmensa base de datos (Google ya lo intenta). Pero esto aún no ha ocurrido, y ya hoy deambular por los pasillos vacíos de la librería del BOE es un ejercicio de nostalgia, como de ciencia ficción antigua. Y es que el olor de esta oficialidad impresa —impresa con subvenciones que no volverán—, igual que el del silicio, es neutro y no deja huella en la memoria.