La catedral de Vargas Llosa

Ahora que el cumpleaños de Rayuela —50º aniversario de su publicación– nos trae un tsunami de conmemoraciones, alabanzas, posts y tweets varios, es un buen momento para recordar una obra cumbre del boom que, pese a ser menos leída, ha envejecido muchísimo mejor que ese monumento contra la vanguardia desde la vanguardia que es el libro con instrucciones de uso de Cortázar. Vaya por delante que Cortazar es imbatible cuando limita el tamaño de sus historias a un máximo de treinta páginas. Pero como aquí no solemos hacer análisis, y además este artículo no tenía intención de hablar del belga-argentino, invitamos a leer este otro, que está muy bien escrito y que además cita a nuestro querido Lawrence Durrell.

El texto que nos ocupa hoy es Conversación en la catedral, legítimo pretendiente al trono de la gran-novela-latinoamericana, escrito por Mario Vargas Llosa. Y como él mismo señaló, el primero que salvaría en caso de producirse un hipotético incendio en todas las librerías, bibliotecas, almacenes de Seix Barral, servidores y Kindles del mundo a la vez. En cualquier caso, una obra maestra descomunal cuya pregunta de partida ha sido repetida hasta el exceso, intercambiando a veces el nombre del país: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Partiendo de esa reflexión, Santiago Zavala, Zavalita, cuya vida también se jodió en algún momento, emprende un viaje en el tiempo a medida que charla con un antiguo empleado de su padre en un bar de Lima: la Catedral.

La belleza de la técnica narrativa del libro está en la forma en que Zavalita y su interlocutor, Ambrosio, intercambian recuerdos sin respetar las normas elementales de la semiótica. Cada vez que uno de ellos saca una imagen de su memoria y la verbaliza, esta empieza a crecer como la economía china para luego ramificarse en mil direcciones diferentes y acabar dibujando viñetas de escenas domésticas, retratos humanos y hasta cuadros históricos. Cuando parece que hemos pillado el truco y somos capaces de agarrarnos al hilo del relato, Vargas Llosa, sin darnos indicaciones (perdón, Julio), intercala una segunda conversación que emana de la primera. De repente tenemos cuatro voces, y a veces una frase del tercero responde a una de Zavalita, que no está con él en ese momento en la escena. Después de unas cuantas páginas ya entendemos el juego, ya no se nos escapa, pero como ocurre en Continuidad de los parques (hola Julio), llegamos al final del capítulo y nos la han colado pero bien, estamos otra vez al principio del camino circular, y Zavalita está hablando con no se sabe quién, y Ambrosio ha dejado de trabajar como matón del gobierno de Odría, ahora está en la perrera municipal, y llevan ya unas cuantas cervezas, pero no Hortensia, la amiguita de Bermúdez, la musa, ella bebe cocktails, y toma pastillas para poner a tono su charm y entretener a los señores importantes que Don Cayo invita a su casa de San Miguel, donde trabaja Amalia, recogiendo los vasos medio vacíos y llenos de colillas al día siguiente, Amalia, a la que Ambrosio ha echado el ojo, porque es el chófer de Don Cayo, Bermúdez, y viene a buscarlo de vez en cuando, y a veces la viene a buscar a ella, para llevársela al huerto Zavalita, tu padre Don Fermín está al corriente, Ambrosio es un mandado y el que paga da las órdenes, que vienen de arriba, desde despachos con sillones de terciopelo, pero que caen hacia abajo como una lluvia de mierda, es lo que tiene la política, que está aunque a veces no se la note, la hacen los hombres pero nos quieren hacer creer que es como el tiempo, o como una montaña que alguien ha puesto ahí al fondo del paisaje, y nos afecta a todos, porque los negocios dependen de la política, Don Fermín bien lo sabe, los amores parece que también, porque si Ambrosio no trabajara para el ministerio no habría conocido a Amalia, ni a Hortensia, ni a Amalia Hortensia, y si tú, Zavalita, no hubieras jugado a ser comunista en la universidad, ahora no serías un periodista echado a perder, Zavalita.