El imán de la caza

La caza de un accidente, un error, una diversión punzante que aumenta su dramatismo cuanto más se clava en la piel del cazado, como un espectáculo inevitable, inocentemente infantil que contagia como una pandemia.

La neblina de la bisoñez, turbia clarividencia en la que todo parece ser menos trascendente por la superprotección del adulto. El impulso de lo que está mal, perfumado vértigo, encantadores espejismos de poder. Una niña de corta edad, en una guardería danesa, siente el impulso de llamar la atención de su profesor. Ser la primera en su escala de afectos. Le besa en los labios y él la reprende. Le anula su fuerza, su vaga sensación de control de un reino nuevo, el del poder. Confusión. En el entreacto, unos niños mayores le enseñan los genitales masculinos de alguna foto de internet. Terror telúrico. Miedo al propio remordimiento, ante la crudeza de lo explícito, al posible castigo de los adultos que la puedan ver fuera de su supuesto corral de movimientos. Soledad. Regreso al cerco y ¿juego perverso o escapada desesperada? ¿Acaso no son dos reflejos del mismo cristal?

La niña acusa a su profesor de haber abusado sexualmente de ella. Es imposible no creer en la ternura sonrosada: la rendija imposible se traga la narración y la fabulación juguetona y caprichosa de la niña se convierte en un monstruo mortal para el noble profesor. Cambio de tornas, sin que el juez se percate, la inocencia está del otro lado.

En este momento, La caza (Thomas Vinterberg, 2012) abandona el aroma pastel y costumbrista y se adentra en una sinfonía ensordecedora de mezquindad humana, donde la desconfianza es la reina y la sensibilidad empática se marcha de la sala. Asistimos a una atroz representación del grupo social embrutecido, informe masa sin ojos que aglutina a los responsables de la guardería y al resto de vecinos del pequeño pueblo. Todo se centra en dos perspectivas que se repelen magnéticamente. Por un lado, el padre de la niña y mejor amigo del acusado, al que no se le permite el lujo de ser un hombre y observar desde la individualidad, su primera reacción, y cae abducido por la masa, que funciona como un imán infalible, se apodera de su voluntad y lo desfigura. Por el otro, en la gélida aversión de la injusticia sádica, el cazado se convierte en depredador de su dignidad.

Y, todo ello, con el telón de fondo de un paisaje danés en el que el invierno se adentra poco a poco en forma de inofensivos copos de nieve que caen sobre un entrañable pueblo rural y que, de la mano del acontecimiento, se va convirtiendo en una estepa helada y sórdida.

La masa para aliviar sus dudas, sus persecutorias sospechas, siempre escoge devorar.