Gerald Durrell: Trilogía de Corfú
Todo gran escritor debería tener un hermano como Gerald Durrell.
En el intenso viaje de Henry Miller, desde que tomó tierra en París para dar cuenta de las sobras que había dejado la “Lost Generation” en las terrazas de Montparnasse, hasta que regresó a la pesadilla del aire acondicionado en su país natal, hay una breve y hermosa parada en Corfú. Allí llegó invitado por Lawrence Durrell, que convenció a Miller de que quedarse en París en 1939 no era una buena idea. Y allí escribió El Coloso de Marusi, un libro lleno de luz, de dioses pequeños, de hombres gigantes, de conversaciones y de calma chicha, que para su propio autor es el mejor que publicó nunca. Durrell vivía en la isla griega con su madre, viuda, y sus tres hermanos. A Durrell le había influido profundamente Miller, quien parece guiar su mano en El Libro Negro. Años más tarde, alcanzaría la esquiva gloria literaria con El Cuarteto de Alejandría, cuatro libros que cuentan los mismos acontecimientos desde la perspectiva de otros tantos personajes. A Miller le influyó el aire y el sol del Jónico.
El pequeño de los Durrell, Gerald, también fue escritor. Y naturalista, conservacionista, zoólogo y presentador de televisión, según la Wikipedia. Publicó muchos libros autobiográficos detallando sus expediciones en busca de especies exóticas. Pero es más bien conocido por los tres que escribió sobre sus años en Corfú en compañía de su peculiar parentela. El primer libro de la trilogía lo llamó Mi familia y otros animales. Cada episodio doméstico en el que aparecen su sufrida madre o sus hermanos mayores es pura comedia. Lawrence ─Larry, como aparece en la Trilogía─ es un afectado aspirante a bohemio; Margo una cándida adolescente con cierta inestabilidad emocional y Leslie un apasionado de las armas de fuego. A ellos se suma un séquito de personajes memorables: los griegos, amigos, empleados o personajes locales, que orbitan alrededor de la familia, junto con los distinguidos visitantes extranjeros, entre los que se cuentan aristócratas decadentes, expatriados de paso desde otros lugares de Grecia, los estrafalarios amigos artistas de Larry o los pretendientes de Margo.
Aunque, en realidad, lo que hace más atractivo al libro es cómo alterna esas entretenidas y disparatadas escenas cotidianas con sus aventuras en la naturaleza salvaje de Corfú, rastreando a los otros animales. Gerry no va al colegio y parece pasar cada uno de sus días vagando por la isla, navegando en su barca de madera, rescatando huevos huérfanos de los nidos de los pájaros, recogiendo insectos, persiguiendo a los lagartos en los muros achicharrados o instalando trampas para capturar roedores. Por el camino siempre encuentra campesinos o pescadores locales encantados de compartir su almuerzo o charlar sobre el tiempo. Al regresar de sus excursiones, todas sus capturas son guardadas con celo en su habitación o en otras dependencias de la casa, algo que no suelen celebrar los demás inquilinos. Sus hermanos apelan a la autoridad de su madre para que limite el número de especies, o de individuos al menos, que cohabitan con ellos. Sin embargo, Gerry está poseído por un impulso ingobernable, una fuerza que parece provenir de esa isla mágica que desborda sus sentidos, pero que en realidad es parte de la esencia misma de la infancia en su verdadero esplendor, cuando ésta es libre, limpia, plena y sencillamente feliz.
Si el paraíso perdido son esos primeros años conscientes de la niñez, el de Gerald Durrell es más bien uno bien localizado y resguardado en su memoria y en estos libros. No en vano, al que cierra la serie lo tituló El jardín de los dioses.
Imagen: Katty Hooper Design for theater